Santiago, 2 de julio de 2025.
Una nueva crisis de seguridad informática vuelve a sacudir al Estado chileno. Esta vez, el blanco fue el Instituto de Salud Pública (ISP), cuyas plataformas digitales fueron hackeadas durante esta semana, generando la filtración de datos sensibles, el bloqueo de sistemas administrativos y la interrupción de trámites clave vinculados al registro de medicamentos, autorizaciones sanitarias y procedimientos clínicos.
Según las declaraciones del ministro de Salud, Ximena Aguilera, “no se ha comprometido información personal de pacientes”, pero se reconoce que los sistemas se encuentran parcialmente paralizados, afectando a miles de trabajadores del área de la salud, pymes farmacéuticas y laboratorios nacionales.
Pero más allá del lenguaje técnico y las explicaciones del gobierno, lo que este episodio revela es la profunda precariedad estructural del aparato público chileno, debilitado tras décadas de políticas neoliberales, externalizaciones, subcontrataciones y privatización de funciones esenciales. El Estado chileno, reducido a su mínima expresión funcional para “no molestar al mercado”, es incapaz de garantizar la soberanía digital, la ciberseguridad y el control sobre sus propios datos críticos.
Mientras se destinan miles de millones a blindar carabineros y reprimir protestas sociales, la infraestructura digital de salud pública se terceriza, se precariza y se deja en manos del mercado. No es casualidad que, año tras año, se privilegie el negocio de las clínicas privadas y las grandes farmacéuticas, mientras el ISP y sus trabajadores operan con presupuestos limitados, plantillas reducidas y tecnologías obsoletas.
Y no es solo un problema técnico: cuando se cae el ISP, se paraliza parte del acceso a medicamentos genéricos, a fiscalización de precios y calidad, y a trámites que afectan directamente la salud del pueblo trabajador. El capital farmacéutico —transnacional y nacional— se fortalece en el caos, aprovechando la desregulación para imponer sus condiciones.
El ataque informático, cuya autoría aún no ha sido identificada, pone en evidencia una vulnerabilidad que no es casual ni neutral, sino estructural y de clase: en Chile, la seguridad del Estado no está pensada para proteger los derechos sociales, sino para salvaguardar los intereses del capital. Y cuando ese mismo Estado colapsa, son los sectores populares los que pagan el costo.
La soberanía tecnológica y digital no es un lujo, es una necesidad política urgente para cualquier proyecto popular. Mientras la clase trabajadora no tenga control sobre los recursos estratégicos del Estado —incluyendo los datos y las redes—, seguirá siendo víctima de un sistema que prioriza la ganancia por sobre la vida.