Por Editor El Despertar
La renuncia del director del Servicio de Impuestos Internos (SII), forzada por el gobierno tras revelarse que no pagaba contribuciones hace nueve años, no es simplemente un escándalo de probidad. Es un símbolo brutal de la descomposición de las instituciones públicas al servicio del gran capital y de la simulación de justicia fiscal en un país marcado por la desigualdad.
¿Cómo confiar en una institución que persigue con rigor implacable a los pequeños comerciantes, a los trabajadores por cuenta propia, a los pobladores que regularizan una mediagua, mientras su máxima autoridad burla el mismo sistema que debía custodiar? ¿Qué señal se da a los poderosos evasores, a los grandes grupos económicos, cuando el SII pierde toda legitimidad moral?
Este no es un caso individual. Es la expresión de un Estado cooptado, donde las élites se protegen, se vigilan con indulgencia y se castigan entre susurros. El director del SII no cayó por un acto de justicia, sino por la presión mediática y la indignación pública. Su salida, más que justicia, es contención de daños.
No basta con pedir la renuncia. Se necesita una refundación ética del sistema tributario, partiendo por garantizar que quienes dirigen estos organismos no estén al servicio de sus privilegios. Mientras tanto, los que evaden son premiados y los que luchan por dignidad siguen siendo vigilados, reprimidos o asesinados.
Chile no necesita más escándalos maquillados. Necesita justicia verdadera, empezando por lo más básico: que el que fiscaliza no robe, y que el Estado no siga siendo cómplice de su propia degradación.