Estos no son casos aislados ni simples “errores humanos”. Son síntomas de un sistema judicial que arrastra problemas estructurales: falta de control interno, opacidad en sus procesos, cuoteo político en el nombramiento de jueces y fiscales, y una preocupante desconexión con el sentir de la ciudadanía. La Justicia en Chile, muchas veces, parece funcionar con una lógica de castas, donde el poder se protege a sí mismo y donde los más vulnerables enfrentan procesos marcados por la arbitrariedad y la desigualdad.
Por Editor El Despertar
Desde hace un tiempo que la confianza ciudadana en las instituciones del Estado se encuentra en uno de sus niveles más bajos. No se trata de un fenómeno aislado ni espontáneo, sino del resultado acumulado de decisiones, negligencias y abusos que, una y otra vez, golpean el sentido común de todas y todos. Entre los poderes del Estado, el Judicial —junto al Ministerio Público— ha asumido un protagonismo preocupante en esta pérdida de legitimidad, de hecho el estudio de la OCDE publicado en noviembre del 2024 sobre la confianza en instituciones, indica que solo el 25% de la población tiene una alta o moderada confianza en la justicia chilena.
Esta semana conocimos, a través de una investigación publicada por BioBioChile, que una fiscal del Ministerio Público habría solicitado a un imputado que mienta para inculpar a otro. Una práctica gravísima, no solo por su carácter antiético, sino porque rompe las bases más elementales del debido proceso. El hecho, de confirmarse, pone en jaque la legitimidad de las investigaciones penales y el principio de presunción de inocencia. ¿Cómo confiar en una fiscalía que instrumentaliza testimonios con fines utilitarios? ¿Cómo creer en un sistema que, en lugar de buscar la verdad, manipula los hechos para cerrar casos o inculpar a quienes no son de su gusto?
A este hecho se suma otro episodio alarmante: hace pocos días, un imputado por asesinato —acusado de actuar como sicario— fue liberado por error de un tribunal. No hablamos de una infracción menor o de un trámite burocrático más: se trata de la puesta en libertad de una persona formalizada por un crimen gravísimo, por responsabilidad directa de quienes tienen el deber de administrar justicia. ¿Qué mensaje se le entrega a la ciudadanía cuando quienes deben velar por la seguridad y el cumplimiento de las leyes cometen errores de tal magnitud?
Estos no son casos aislados ni simples “errores humanos”. Son síntomas de un sistema judicial que arrastra problemas estructurales: falta de control interno, opacidad en sus procesos, cuoteo político en el nombramiento de jueces y fiscales, y una preocupante desconexión con el sentir de la ciudadanía. La Justicia en Chile, muchas veces, parece funcionar con una lógica de castas, donde el poder se protege a sí mismo y donde los más vulnerables enfrentan procesos marcados por la arbitrariedad y la desigualdad.
La pérdida de confianza no es responsabilidad de las y los ciudadanos, como algunos quieren hacer creer. No es culpa de una sociedad “desinformada” ni de una “crisis valórica”. La desconfianza es, ante todo, una respuesta legítima ante un sistema que no ha estado a la altura de su mandato. Cuando la Justicia deja de ser justa, la democracia se resquebraja. Y cuando la ciudadanía percibe que la ley no se aplica con imparcialidad, el tejido social comienza a erosionarse.
El Poder Judicial y el Ministerio Público deben asumir con urgencia su responsabilidad. No basta con sancionar casos puntuales ni con declaraciones institucionales que apelan al “respeto por las normas” o “dejar que las Instituciones funcionen”. Se necesita una reforma profunda, valiente y decidida, que ponga fin al amiguismo, que garantice transparencia real y que restituya la confianza perdida. Porque sin justicia, no hay paz social posible.