¿Cómo puede ser que un país con ingresos per cápita cercanos a los US$16.000 anuales tenga niveles de pobreza similares a países en conflicto? ¿Cómo se explica que el salario mínimo no alcance para superar la línea de pobreza individual? La respuesta es tan vieja como el capital: la riqueza se genera colectivamente, pero se apropia privadamente.
Por Editor El Despertar
Chile no es un país pobre. Nunca lo fue. Es un país profundamente desigual, estructuralmente injusto y gobernado bajo una lógica de acumulación que expulsa a la mayoría hacia los márgenes del consumo, la precariedad y la desesperanza. Eso es lo que demuestra, una vez más, el reciente informe de la Fundación SOL, que desnuda una de las mentiras más sostenidas del consenso neoliberal: que “el país ha progresado”.
Según los datos corregidos metodológicamente, la pobreza por ingresos real alcanza el 22,3 % de la población, muy lejos del “milagroso” 6,5 % oficial que nos repiten en foros internacionales y spots ministeriales. Es decir, uno de cada cinco chilenos vive en condiciones materiales indignas, sin contar pobreza multidimensional, endeudamiento familiar, hacinamiento habitacional o acceso deficiente a salud, educación y pensiones.
¿Cómo puede ser que un país con ingresos per cápita cercanos a los US$16.000 anuales tenga niveles de pobreza similares a países en conflicto? ¿Cómo se explica que el salario mínimo no alcance para superar la línea de pobreza individual? La respuesta es tan vieja como el capital: la riqueza se genera colectivamente, pero se apropia privadamente.
No hay error de diseño. No hay falla técnica. Lo que hay es un modelo económico que funciona perfectamente para quienes fue creado: el 1 % más rico que controla casi la mitad de la riqueza nacional, el 20 % que acapara el 72 % de los activos y el empresariado que gana más rentando que invirtiendo.
Se nos dice que la pobreza se combate con más inversión privada, más productividad y más emprendimiento. Pero la verdad es que los verdaderos pobres no son improductivos: son hiperproductivos, solo que lo que producen va directamente a manos ajenas, mediante salarios de miseria, mercados oligopólicos y un Estado que subsidia a las empresas mientras abandona a sus trabajadores.
Lo que revela el estudio de Fundación SOL es lo que venimos denunciando hace años: la pobreza no es un accidente social, es un dispositivo funcional al capitalismo. Es el resultado de políticas públicas deliberadas: salarios bajos, nula redistribución fiscal, privatización de derechos sociales y una cultura del mérito que culpa al pobre por su miseria.
Cuando el Estado mide la pobreza de forma tramposa, sumando “alquileres imputados” que nadie recibe o canastas de consumo irrealmente baratas, lo que hace no es “mejorar” los indicadores, sino ocultar la miseria con maquillaje estadístico.
Desde una perspectiva socialista, no basta con ajustar indicadores o repartir bonos. Lo que se necesita es una redistribución estructural de la riqueza, que incluya: Un salario mínimo suficiente, indexado al costo real de vida y negociado colectivamente, Un impuesto a las grandes fortunas y patrimonios empresariales, con fiscalización efectiva y transparencia pública; Un control democrático del sistema financiero, que impida la especulación depredadora y garantice crédito productivo y justo; y una transición hacia un modelo productivo solidario y sustentable, basado en cooperativas, trabajo digno y gestión territorial.
Generar riqueza no es el problema. Chile lo hace todos los días. El problema es quién la captura y quién la padece. La pregunta no es técnica ni económica. Es política, es ética y es profundamente ideológica: ¿queremos un país donde unos pocos concentren todo y millones sobrevivan con migajas? ¿O queremos una sociedad donde la riqueza sea un derecho colectivo y no un privilegio hereditario?
El capitalismo chileno ha fracasado en distribuir dignidad. Y mientras no lo hagamos, toda la riqueza del mundo será una fábrica de pobreza.