Desde una perspectiva marxista, la gentrificación no es un fenómeno cultural ni estético. Es una estrategia de valorización del suelo urbano por parte del capital, que expulsa a las clases populares para reemplazarlas por sectores capaces de pagar alquileres y servicios más caros, aumentando así la renta del suelo.
Por Equipo El despertar
En Nueva York y Ciudad de México, dos centros urbanos atravesados por décadas de expulsión sistemática de población pobre, el Estado comienza a desplegar medidas para intervenir, tímidamente, en la dinámica de la gentrificación. Esto incluye restricciones al alquiler de corto plazo (Airbnb), normativas anti-desalojo y límites a la compra masiva de viviendas por fondos privados. Según algunos analistas, se trataría del “regreso del Estado interventor”.
Pero esta narrativa es engañosa: el Estado nunca dejó de intervenir en el mercado inmobiliario. Solo que su intervención ha estado históricamente al servicio del capital, legalizando remates, subsidiando hipotecas privadas, reprimiendo tomas y entregando suelo urbano al mejor postor.
Lo que ahora presenciamos no es una ruptura con esa lógica, sino una operación de control de daños, ante la evidencia de que el modelo de ciudad como mercancía ha devenido inviable, explosivo e insostenible políticamente.
Desde una perspectiva marxista, la gentrificación no es un fenómeno cultural ni estético. Es una estrategia de valorización del suelo urbano por parte del capital, que expulsa a las clases populares para reemplazarlas por sectores capaces de pagar alquileres y servicios más caros, aumentando así la renta del suelo.
En palabras de David Harvey: “La urbanización ha sido, históricamente, una forma de absorción del excedente de capital mediante la producción de espacio construido.”
La expansión de los Airbnbs, la conversión de barrios en corredores turísticos, la especulación con viviendas vacías y la compra masiva de propiedades por fondos buitre no son “excesos” del mercado, sino su funcionamiento lógico bajo el capitalismo.
Las recientes medidas tomadas por gobiernos locales en Nueva York o el de CDMX no buscan desmontar el poder del capital inmobiliario, sino evitar su colapso político. En Nueva York, se restringen parcialmente los Airbnbs, pero no se tocan los fondos privados que acumulan miles de propiedades vacías. En CDMX, se frena un megaproyecto inmobiliario en Benito Juárez, pero se mantiene intacto el modelo de ciudad orientada al turismo, la inversión extranjera y la expulsión del pobre.
Se trata, entonces, de una contención preventiva, no de una transformación estructural. El Estado aparece como mediador, cuando en realidad sigue siendo el garante de la propiedad privada sobre el suelo urbano.
La narrativa del “Estado que vuelve” es funcional a un progresismo urbano que simula enfrentar al mercado mientras lo sostiene. Los alquileres continúan disparándose, las poblaciones son desplazadas, las escuelas públicas cierran, y los barrios obreros se convierten en escenografía para consumo cultural de las élites.
Mientras tanto, los movimientos de vivienda, okupas, sindicatos de arrendatarios, redes populares, son criminalizados, desalojados o cooptados institucionalmente. Es decir: la gentrificación sigue su curso, con o sin Airbnb.
La única forma real de detener la gentrificación no es regulando el mercado, sino saliendo del mercado.
Es decir: desmercantilizando la vivienda, expropiando propiedades especulativas, estableciendo control popular sobre el suelo urbano, y construyendo una ciudad no para el capital, sino para quienes la habitan.
Lo demás es maquillaje reformista sobre una estructura profundamente injusta.