Porque la Constitución del 91, aunque se presentó como progresista, no alteró la estructura de fondo del poder oligárquico. Bajo el barniz de “Estado Social de Derecho”, Colombia siguió siendo: el país con más líderes sociales asesinados del continente; el centro de operaciones militares de EE.UU. en América del Sur, un paraíso para el capital transnacional y el latifundio agroexportador, el ejemplo perfecto de democracia neoliberal sin pueblo.
Equipo El Despertar
En Colombia, el fantasma de la Asamblea Nacional Constituyente ha vuelto a circular con fuerza. Distintos sectores del bloque popular, movimientos sociales, indígenas, sindicatos, excombatientes, comunales y sectores del propio gobierno, impulsan la idea de una “octava papeleta”, es decir, un plebiscito informal agregado a las elecciones regionales y municipales, con el objetivo de presionar una transformación del pacto constitucional neoliberal de 1991.
El presidente Gustavo Petro ha coqueteado públicamente con esta propuesta, aunque sin formalizarla. La derecha empresarial, la casta política y los medios concentrados han reaccionado con pánico, alertando sobre “el fin de la institucionalidad”, como si no fueran ellos los que desmantelaron la legitimidad del Estado colombiano durante décadas de masacres, paramilitarismo y saqueo.
Porque la Constitución del 91, aunque se presentó como progresista, no alteró la estructura de fondo del poder oligárquico. Bajo el barniz de “Estado Social de Derecho”, Colombia siguió siendo: el país con más líderes sociales asesinados del continente; el centro de operaciones militares de EE.UU. en América del Sur; un paraíso para el capital transnacional y el latifundio agroexportador; y el ejemplo perfecto de democracia neoliberal sin pueblo.
Por eso, los sectores populares no quieren un ajuste. Quieren refundar el Estado. Y esa refundación no vendrá de la Corte, ni del Senado, ni de los pactos entre notables. Vendrá de abajo.
El mecanismo propuesto, similar al utilizado en 1990 por estudiantes que impulsaron el camino hacia la Constitución del 91, consiste en agregar una papeleta no oficial en las urnas, preguntando: “¿Está usted de acuerdo con que se convoque una Asamblea Nacional Constituyente Popular?”
Legalmente no es vinculante. Pero políticamente puede ser detonante. Si millones de colombianos la depositan, se convierte en un mandato popular directo que ningún gobierno podría ignorar sin profundizar la crisis de legitimidad.
Y eso es justamente lo que teme la oligarquía: que el pueblo hable sin intermediarios. Una Constituyente popular no puede ser un foro decorativo ni una tecnocracia progresista. Debe ser: Plurinacional y popular, con participación directa de campesinos, pueblos indígenas, afrodescendientes, mujeres y juventudes; anticapitalista en su enfoque económico: con derecho real a la tierra, el agua, el trabajo y la soberanía productiva; desmilitarizadora y con ruptura con el control territorial del Ejército y las bases extranjeras, anti patriarcal y con garantía plena de derechos reproductivos y sexuales; y Eco-socialista: que enfrente el modelo extractivista criminal que devasta regiones enteras.
Y para eso, no puede estar escrita por abogados pagados por el capital. Tiene que emerger del pueblo organizado. La “octava papeleta” puede parecer solo un símbolo, pero en contextos de profunda crisis social los símbolos son armas de politización masiva. Y cuando el símbolo encarna una necesidad histórica, la de acabar con un Estado hecho para unos pocos, entonces se vuelve peligroso para el poder real.
Colombia tiene hoy una oportunidad histórica: no para corregir el modelo; no para volver a los “acuerdos rotos” del centro político; sino para iniciar un proceso constituyente radical, territorial, clasista y emancipador. Como grita la calle: ¡El pueblo no está vencido, está constituyendo!