Lo que aquí se castiga no es la incompetencia, sino el desvío del guion. En lugar de abrir el debate sobre la concentración de tierras, el modelo agroexportador y la dependencia estructural de Chile respecto a los precios internacionales, el Gobierno opta por preservar la “estabilidad”, es decir, la paz con los dueños de los medios de producción. Valenzuela no es ningún revolucionario, pero su queja desnuda el carácter profundamente burgués del progresismo oficialista: tolerante hasta que alguien toca los intereses del capital.
Por Equipo El Despertar
La reciente declaración del exministro de Agricultura, Esteban Valenzuela, quien calificó su salida del gabinete como un acto de represalia por parte del presidente Gabriel Boric, revela una vez más la miseria política de una administración atrapada entre la estética reformista y la práctica liberal del castigo a la disidencia interna. Según Valenzuela, su salida no respondió a errores de gestión, sino a su abierta defensa del rol del agro en la economía y, más concretamente, a su molestia con el trato preferente hacia los tecnócratas y grandes grupos económicos.
Bajo el barniz de un gobierno “transformador”, el Ejecutivo sigue obedeciendo fielmente la lógica del capital, esa que Marx describía como “el mando del dinero sobre el trabajo” (El Capital, Tomo I). Valenzuela, pese a sus contradicciones y a su discurso más bien populista que clasista, terminó chocando con los límites reales del poder burgués: cuando el ministro comenzó a cuestionar alianzas estratégicas con sectores concentrados, como las agroexportadoras, se transformó en una molestia, no en un activo.
Lo que aquí se castiga no es la incompetencia, sino el desvío del guion. En lugar de abrir el debate sobre la concentración de tierras, el modelo agroexportador y la dependencia estructural de Chile respecto a los precios internacionales, el Gobierno opta por preservar la “estabilidad”, es decir, la paz con los dueños de los medios de producción. Valenzuela no es ningún revolucionario, pero su queja desnuda el carácter profundamente burgués del progresismo oficialista: tolerante hasta que alguien toca los intereses del capital.
En un gesto casi tragicómico, el exministro asegura que su trabajo “fue con amor al campo y no por cargos”. Declaración tierna, aunque ingenua: en una democracia liberal de mercado, el amor no cosecha nada sin conflicto. La verdadera reforma agraria nunca estuvo en la agenda de este gobierno, y quien asome la cabeza para siquiera insinuarla, será removido con premura. El aparato estatal sigue funcionando como garante de la propiedad privada y el orden establecido. Cualquier disidencia, incluso moderada, debe ser eliminada para asegurar la continuidad del modelo.
Lo ocurrido con Valenzuela deja entrever una lección marxista central: el Estado no es un árbitro neutral, sino “el consejo de administración de los negocios de la burguesía” (Manifiesto del Partido Comunista). A quienes aún creen que desde dentro del Estado burgués se pueden alterar sus cimientos, este episodio les debería servir de advertencia. Si el Gobierno saca a un ministro por tensar mínimamente la cuerda con el empresariado agrícola, ¿qué le espera a quienes quieran expropiar, reorganizar o planificar?
El progresismo de Boric parece más interesado en administrar con corrección la estructura capitalista que en transformarla. Y cuando incluso ese administrador se sale del libreto, la respuesta es clara: fuera. No por incompetente, sino por atreverse a incomodar al patrón. El capital, una vez más, no tolera impertinencias.