Lo que se juega aquí no es solo la suerte de una jueza, sino la credibilidad del aparato judicial en su conjunto. La destitución pretende enviar un mensaje de “corrección interna”, cuando en realidad funciona como cortina de humo: un sacrificio individual que protege la continuidad de un sistema donde la justicia sigue siendo selectiva y profundamente clasista. El obrero acusado de hurto menor jamás recibirá la indulgencia que el empresario consigue con una llamada al “abogado influyente”.
Por Equipo El Despertar
La Corte Suprema informó la destitución de Verónica Sabaj, ministra de la Corte de Apelaciones de Santiago, tras siete meses de investigación. El motivo: conversaciones sostenidas con el abogado Luis Hermosilla, imputado en el escándalo conocido como el caso Audio. Oficialmente, la vocera del máximo tribunal, María Soledad Melo, habló de “mal comportamiento en el ejercicio de sus funciones”. En buen castellano: una jueza atrapada en la telaraña de favores y presiones que vincula al Poder Judicial con la elite empresarial.
La noticia no sorprende. En octubre de 2024, la misma Corte Suprema ya había removido a Ángela Vivanco, también por su relación con Hermosilla. No estamos, por tanto, frente a una anécdota individual, sino ante la confirmación de un patrón: los tribunales no flotan por encima de la sociedad como templos neutrales de justicia, sino que son parte activa del engranaje que garantiza la dominación del capital. El abogado de los poderosos no necesita ganar casos en tribunales: basta con tener jueces en su WhatsApp.
La remoción se ampara en el artículo 80 de la Constitución, que exige a los jueces “buen comportamiento”. El concepto es tan elástico que solo se aplica cuando la cloaca queda a la vista. Porque, mientras no estalle un escándalo mediático, el “mal comportamiento” es norma y no excepción. Marx lo decía con brutal franqueza: “El derecho no es más que la voluntad de la clase dominante erigida en ley” (Manifiesto Comunista). Aquí lo vemos materializado: la voluntad de esa clase incluso selecciona qué jueces son útiles y cuáles deben ser sacrificados para salvar la apariencia.
Lo grotesco es que la Corte se presenta como garante de la ética judicial mientras reconoce, de manera indirecta, que las redes de Hermosilla alcanzaron a más de un tribunal. Se destituye a Sabaj, se había destituido a Vivanco, pero nadie toca el nervio central: la relación estructural entre justicia, negocios y política, que opera en silencio mientras la prensa transforma cada destitución en un acto de “sanidad institucional”.
Lo que se juega aquí no es solo la suerte de una jueza, sino la credibilidad del aparato judicial en su conjunto. La destitución pretende enviar un mensaje de “corrección interna”, cuando en realidad funciona como cortina de humo: un sacrificio individual que protege la continuidad de un sistema donde la justicia sigue siendo selectiva y profundamente clasista. El obrero acusado de hurto menor jamás recibirá la indulgencia que el empresario consigue con una llamada al “abogado influyente”.
La Corte Suprema aparece así como un poder que se limpia las manos cuando el hedor es insoportable, pero que jamás rompe con la lógica de fondo: el Estado como administrador de los intereses de la clase propietaria. Engels lo resumió en una frase que parece escrita para este caso: “El Estado moderno no es sino un comité que administra los negocios comunes de toda la burguesía” (El Manifiesto Comunista). El Poder Judicial no escapa a esa regla, y el caso Sabaj es solo una grieta más en una fachada corroída.
En conclusión, la caída de Verónica Sabaj no es una victoria de la justicia, sino un ajuste de cuentas dentro del propio aparato judicial. Se quita una pieza para salvar la máquina. Mientras tanto, Hermosilla sigue siendo el rostro visible de una práctica que no nació con él ni morirá con él: la justicia como mercado, donde la ley no es ciega, sino que guiña el ojo al capital.