El legado de Allende no cabe en los manuales fríos de la historia: es un legado vivo, encarnado en las luchas de hoy. Su voz serena y firme, que nos llamó a no rendirnos porque “más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas”, sigue siendo un faro para quienes creemos que Chile no puede resignarse a vivir bajo la sombra de un modelo impuesto con sangre y represión.
Por Daniel Jadue
Han pasado 52 años desde aquel amanecer trágico en que los aviones de la Fuerza Aérea bombardearon La Moneda y, con ello, asesinaron no solo al Presidente Salvador Allende, sino también la esperanza de un pueblo que había decidido, de manera democrática y soberana, abrir el camino hacia el socialismo.
Ese día no fue solo un golpe contra un gobierno, sino contra la posibilidad histórica de demostrar que en América Latina podíamos construir un destino de justicia social, igualdad y dignidad sin tutelajes externos ni imposiciones del imperialismo.
El legado de Allende no cabe en los manuales fríos de la historia: es un legado vivo, encarnado en las luchas de hoy. Su voz serena y firme, que nos llamó a no rendirnos porque “más temprano que tarde se abrirán las grandes alamedas”, sigue siendo un faro para quienes creemos que Chile no puede resignarse a vivir bajo la sombra de un modelo impuesto con sangre y represión.
Sin embargo, 52 años después seguimos en deuda. No hemos alcanzado toda la verdad, no hemos conquistado plena justicia, no hemos reparado las heridas de miles de familias, y, peor aún, seguimos administrando el modelo neoliberal que la dictadura dejó como herencia maldita. Los gobiernos que se autoproclamaron progresistas prefirieron cuidar la “estabilidad de los mercados” antes que cumplir con el mandato popular de desmontar los pilares del capitalismo autoritario: las AFP, la privatización del agua, la mercantilización de la educación y la salud, la Constitución del 80 maquillada pero nunca enterrada.
Esa tibieza abrió las puertas al negacionismo y al retorno impúdico de la ultraderecha, que hoy relativiza los crímenes, justifica el golpe y amenaza con repetir la historia. No podemos permitirlo. No basta con recordar: es tiempo de actuar.
Conmemorar este 11 de septiembre no puede ser un ritual vacío. Es un compromiso profundo con la construcción inconclusa que Allende nos legó: la democracia socialista, capaz de garantizar a cada persona lo que el mercado niega; una democracia que no se limita al voto, sino que abarca la economía, la cultura, el territorio y la vida cotidiana.
Hoy, cuando la sombra del fascismo vuelve a recorrer el continente, debemos reafirmar con más fuerza que nunca que el socialismo no es una utopía pasada, sino una necesidad urgente de nuestro presente y futuro. Porque la dignidad no se negocia, la justicia no se posterga y la memoria no se rinde.
A 52 años del golpe, reafirmemos que el sacrificio de Salvador Allende y de quienes entregaron su vida por un Chile más justo no fue en vano. Sigamos luchando por abrir las grandes alamedas, esas que aún esperan que el pueblo, organizado y consciente, vuelva a caminar libre y soberano hacia un futuro socialista y democrático.
Ese es el verdadero homenaje: convertir el dolor en fuerza, la memoria en acción y la historia en porvenir.