Más allá del expediente, el proceso desnuda una verdad política: la extrema derecha brasileña no es un accidente, sino la forma que asume la defensa de privilegios cuando el consenso social se agota. Gramsci lo describió hace un siglo: cuando la hegemonía vacila, la clase dominante recurre a la coerción. En Brasil, esa coerción se presentó como cruzada moral, guerra cultural y, llegado el momento, asalto físico a las instituciones.
Por Equipo El Despertar
La Primera Sala del Supremo Tribunal Federal (STF) de Brasil formó mayoría para condenar a Jair Bolsonaro por tramar un golpe de Estado tras su derrota en 2022. Con el voto de Cármen Lúcia Antunes, que se sumó a los ya emitidos por Alexandre de Moraes (relator) y Flávio Dino, el marcador parcial quedó 3-1, a la espera del voto de Cristiano Zanin y de la fijación de penas, que podrían bordear los 40 años. No se juzga un exabrupto electoral: se juzga un proyecto autoritario que buscó abolir el Estado democrático de derecho con violencia planificada.
El relato que convenció a la mayoría del tribunal es nítido: desde 2021 operó una organización coordinada por Bolsonaro para deslegitimar el sistema electoral, restringir al Poder Judicial y forzar la intervención de la fuerza —con clímax en los ataques del 8 de enero de 2023 en Brasilia—. La divergencia, por ahora solitaria, vino de Luiz Fux, quien absolvió por falta de prueba suficiente tras una extensa exposición. El resto vio “pruebas concluyentes” de la trama, su cadencia y sus objetivos.
Más allá del expediente, el proceso desnuda una verdad política: la extrema derecha brasileña no es un accidente, sino la forma que asume la defensa de privilegios cuando el consenso social se agota. Gramsci lo describió hace un siglo: cuando la hegemonía vacila, la clase dominante recurre a la coerción. En Brasil, esa coerción se presentó como cruzada moral, guerra cultural y, llegado el momento, asalto físico a las instituciones.
Bolsonaro simboliza la fusión entre neoliberalismo depredador y pulsión autoritaria. La conspiración no brotó del vacío: se cobijó en redes económicas, mediáticas y militares, con el cálculo de que la impunidad histórica volvería a blindar a los poderosos. En clave brasileña, Florestan Fernandes llamó a esto “autocracia burguesa”: una democracia tutelada, siempre lista para torcer la ley cuando la participación popular amenaza el mando de la elite.
El STF, por su parte, no es un oráculo por encima de la sociedad: es un terreno de lucha. Que hoy trace un límite al golpismo no lo convierte en neutral. Marx y Engels lo dijeron sin adornos: “El Estado moderno no es sino el comité que administra los negocios comunes de toda la burguesía” (Manifiesto Comunista, Obras Escogidas, Progreso, 1980). La diferencia la marcan las correlaciones de fuerza: cuando la movilización social y la memoria reciente pesan, incluso los comités ajustan cuentas con sus peones más descarriados.
La dimensión internacional tampoco es decorado. El bolsonarismo se alimentó de un ecosistema global que legitima la mentira, banaliza la violencia y exporta tácticas de desestabilización. Angela Davis lo resume con una brújula útil: la democracia sin antifascismo es solo un decorado. Poner a un expresidente en el banquillo por conspirar contra el orden democrático es, en ese sentido, una señal hacia dentro y hacia fuera: el mandato electoral no autoriza la destrucción del pacto social.
Nada de esto se resolverá en un fallo, por histórico que sea. El tribunal fijará penas y el país seguirá discutiendo amnistías de facto, pactos de élites y resurrecciones periódicas del mismo proyecto. La lección es sobria: sin memoria organizada y sin tejido popular, la extrema derecha siempre vuelve. O, como advertía Rosa Luxemburg, la disyuntiva persiste: “socialismo o barbarie”. Hoy, al menos, la barbarie está sentada ante el juez.