Dom. Sep 28th, 2025

Dipres y sus “incentivos”: austeridad para abajo, aguinaldo gerencial para arriba

Sep 16, 2025

La defensa oficial es de manual: “es legal”, “asignación regulada”, “nuevos criterios de transparencia impiden comparar”. El fetichismo de la legalidad pretende sustituir la crítica de la economía política: que una transferencia sea legal no resuelve lo principal, a saber, quién paga. Y hoy paga el asalariado que sortea una canasta cara y el territorio que espera inversión pública, mientras la Dipres —guardiana del rigor— valida incentivos que duplican o triplican los bonos de meses anteriores (de $4–5 millones a $8–11 millones). La legalidad dice “incentivo trimestral”; la realidad dice “aguinaldo gerencial” en plena estrechez.

Por Equipo El Despertar

La noticia es sencilla y brutal: más de 60 directivos y profesionales de la Dirección de Presupuestos (Dipres) de Chile cobraron en junio bonos entre $8 y $11 millones; en la cúpula, la subdirectora de Presupuestos llegó a $19.060.977 brutos y otra subdirección a $18.811.795, superando incluso los $17.573.217 de la propia jefa del servicio. Todo en el mismo año en que la Dipres erró sus proyecciones por US$4.299 millones y el déficit estructural terminó 1,4 puntos del PIB por encima de lo esperado. La reacción fue transversal: desde la UDI hasta el Frente Amplio hablaron de “contradicción”, “desconexión” y “escándalo”. Traducción en clave material: mientras se predica disciplina fiscal al resto del Estado y al conjunto de la sociedad, adentro se celebra con champaña contable.

No es un desliz, es un diseño. La asignación variable (amparada en la Ley 19.041 de 1991) es la ingeniería típica del Estado neoliberal: alinear a su “burocracia estratégica” con los objetivos de la acumulación —austeridad hacia abajo, “confianza” hacia los mercados— mediante incentivos que premian cumplir metas del propio aparato. Marx y Engels lo escribieron sin eufemismos: “El poder ejecutivo del Estado moderno no es más que un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Manifiesto del Partido Comunista, Obras Escogidas, Progreso, 1980). Cuando el “comité” falla la proyección, el costo lo asume el país; cuando “cumple” sus rituales de eficiencia, lo cobra en caja la jerarquía interna.

La defensa oficial es de manual: “es legal”, “asignación regulada”, “nuevos criterios de transparencia impiden comparar”. El fetichismo de la legalidad pretende sustituir la crítica de la economía política: que una transferencia sea legal no resuelve lo principal, a saber, quién paga. Y hoy paga el asalariado que sortea una canasta cara y el territorio que espera inversión pública, mientras la Dipres —guardiana del rigor— valida incentivos que duplican o triplican los bonos de meses anteriores (de $4–5 millones a $8–11 millones). La legalidad dice “incentivo trimestral”; la realidad dice “aguinaldo gerencial” en plena estrechez.

La oposición liberal (RN, UDI) olfatea la oportunidad y posa de contable horrorizado: clama por congelar dotaciones y sueldos del sector público y por comparar con el “mercado”. Curioso moralismo: la receta de “ajuste” se aplica al conjunto de trabajadores del Estado, mientras se preserva la isla de excelencia bien paga que dibuja el presupuesto macro al gusto del capital financiero. Del otro lado, el FA y el PS denuncian la desproporción y asoman una discusión de “sueldo máximo”. Bienvenido el impulso, pero insuficiente si no se toca la matriz: el modelo de incentivos que premia con sobresueldos a quienes hacen políticamente posible la austeridad.

En términos de clases, el episodio desnuda la división entre una alta tecnocracia estatal —funcional a las expectativas de acreedores, banca y grandes grupos— y el resto del trabajo vivo, dentro y fuera del Estado. Al transporte, la salud o las regiones se les pide “hacer más con menos”; a la cúpula que administra la tijera se le paga por cortar. “Entre derechos iguales decide la fuerza” (Marx, El Capital, Libro I, Obras Escogidas, Progreso, 1980): aquí la fuerza no es solo el garrote; es la arquitectura institucional que convierte la austeridad en virtud y la recompensa en mérito.

Los números importan por lo que simbolizan: mal año fiscal, bonos extraordinarios, y una Dipres que además ha empujado recortes sensibles en territorios —como recordaron gobernadores y parlamentarios días atrás— mientras “reconduce” el gasto social. La “señal” a la ciudadanía es devastadora: el mismo órgano que exige recortar becas, postergar proyectos o limitar reajustes, multiplica su propio incentivo variable. Si de “confianza pública” se trata, la gestión logró el peor de los déficits.

¿Qué hacer? Tres mínimos materiales: (1) prohibir bonos variables en las jefaturas de órganos rectores del ajuste —no se puede ser fiscalizador y beneficiario del rigor—; (2) ligar cualquier incentivo del resto del servicio a metas sociales verificables (ejecución de inversión regional, reducción de brechas de pago a proveedores del Estado, tiempos de transferencia a municipios), no a productivismos internos; (3) sujetar las remuneraciones totales de altos cargos a un múltiplo del salario mediano nacional, con publicación mensual estandarizada y auditable. Todo lo demás es cosmética para el mismo “comité”.

Porque el problema no es “cuánto ganan dos subdirectoras” en abstracto: es la función que cumplen en la reproducción de un orden donde las pérdidas se socializan y las bonificaciones se privatizan. Si la política no rompe ese nudo, el próximo trimestre habrá nuevo eufemismo para el mismo mecanismo. Y luego dirán, con gesto compungido, que la ciudadanía “desconfía del Estado”. No, desconfía de su gerencia al servicio de otros.

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