Todo este accionar constituye un verdadero “pateo de tablero” del sistema internacional de regulaciones nacido tras la Segunda Guerra Mundial, un andamiaje que ya no le resulta funcional al sector imperial de Estados Unidos porque, lejos de garantizar su supremacía, abrió el espacio para que potencias emergentes como China, Rusia, India, Turquía, Brasil y otras emergieran y hoy cuestionen su hegemonía. Al desconocer las normas que Estados Unidos mismo ayudó a crear, Trump exhibe la contradicción de un imperio que, incapaz de competir en condiciones de equilibrio, opta por dinamitar las reglas del juego global con tal de preservar su poder en declive.
Por Ricardo Jimenez
La intervención de Trump ayer ante la ONU encarna una paradoja brutal: al mismo tiempo que exige “poner fin a la inmigración” y demoniza a los migrantes como si fueran una amenaza cultural y racial, reniega del imperativo ecológico al calificar las políticas climáticas como un fraude que debilita a las naciones occidentales, y guarda silencio o incluso legitima la destrucción sistemática en Gaza – un genocidio ocurriendo en flagrancia mientras se escriben estas líneas – al apoyar a un poder que bombardea poblaciones civiles bajo el manto de la “seguridad”. Ayer, esta ideología de la crueldad y la prepotencia, momentáneamente hegemónica, se mostró al mundo nítidamente.
Al mismo tiempo que Trump intervenía en la ONU con un discurso marcado por el racismo, el negacionismo climático y el aval del silenciamiento al genocidio en Gaza, mantenía el despliegue de fuerzas navales en el Caribe y la reactivación colonial de una base militar en Puerto Rico. Esta maniobra, lejos de ser un gesto defensivo, se presenta como un acto de intimidación directa contra Venezuela y como un chantaje regional: un recordatorio armado de que cualquier gobierno que no se pliegue a sus dictados podría enfrentar la agresión militar y económica de Washington. Así, la retórica de supremacía y el poder bélico se enlazan en una política del miedo que busca restablecer y mantener el control absoluto sobre América Latina.
Todo este accionar constituye un verdadero “pateo de tablero” del sistema internacional de regulaciones nacido tras la Segunda Guerra Mundial, un andamiaje que ya no le resulta funcional al sector imperial de Estados Unidos porque, lejos de garantizar su supremacía, abrió el espacio para que potencias emergentes como China, Rusia, India, Turquía, Brasil y otras emergieran y hoy cuestionen su hegemonía. Al desconocer las normas que Estados Unidos mismo ayudó a crear, Trump exhibe la contradicción de un imperio que, incapaz de competir en condiciones de equilibrio, opta por dinamitar las reglas del juego global con tal de preservar su poder en declive.
La campaña “Venezuela no es una amenaza, somos esperanza” surgió en 2015 como respuesta a la orden ejecutiva de Barack Obama que declaraba a Venezuela una “amenaza inusual y extraordinaria” para la seguridad de Estados Unidos. Impulsada por el gobierno venezolano y diversas organizaciones sociales de todo el mundo, su objetivo central fue desmentir esa narrativa hostil y falsa, reafirmando la irrenunciable soberanía nacional y vocación de paz, solidaridad y esperanza. Entre sus principales acciones destacó la recolección de más de 10 millones de firmas entregadas en la ONU, movilizaciones masivas dentro y fuera del país, y una intensa campaña comunicacional que buscó contrarrestar el discurso de agresión con un mensaje de unidad latinoamericana y de apuesta por un mundo multipolar más justo y en paz.
Trump esperaba que la llegada de sus buques al Caribe provocaría un “levantamiento” interno contra el gobierno venezolano, idea que le había vendido su Canciller Marcos Rubio y la apenas existente y sobre inflada derecha golpista venezolana. Algo que está demasiado lejos de ocurrir, por el contrario, el desplante imperial aumentó la popularidad del gobierno de Maduro, tal cual como ocurrió también con el de Lula, ante las amenazas trumpistas.
El propio Lula en Brasil y Petro en Colombia, parecen haber aprendido la lección, luego de intentar ganar certificados de buena conducta vasalla, poniendo en duda los resultados electorales presidenciales en Venezuela, para recibir en pago la agresión pública del gigante egoísta y, junto a otros países de la región, como México, han restado todo apoyo a la agresión militar extranjera contra Venezuela, otro fracaso de Marcos Rubio.
En ese vacío de expectativas, los halcones del gigante egoísta del norte han optado por la vía de la violencia selectiva: el asesinato de pescadores humildes bajo la acusación de ser narcotraficantes, sin aportar prueba alguna y violando hasta los más básicos procedimientos legales civilizados. Esta estrategia no solo revela la frustración de un plan que buscaba doblegar por miedo y desestabilización, sino que muestra la brutalidad con la que se intenta criminalizar la vida cotidiana de comunidades enteras para mantener la narrativa de amenaza externa y justificar la agresión.
El mundo atraviesa una encrucijada histórica: de un lado, la multipolaridad, la paz y la soberanía como horizonte de convivencia internacional; del otro, la violencia, la agresión y la dominación sostenida en el chantaje del miedo, respaldado por la fuerza bruta militar y económica. Más que nunca Venezuela es un objetivo indicador de la soberanía, la esperanza y la paz, frente a las fuerzas de la prepotencia, el odio y el miedo.