La ironía histórica es brutal: un candidato que habría recibido fondos del régimen libio en 2007, y un Estado que años después integró la coalición que destruyó a ese mismo país. No hace falta forzar conclusiones para ver el patrón: chequera, proximidad, legitimación cuando conviene; y, cuando cambian los vientos, bombas, sanciones, desmarque. Samir Amin llamó a este mecanismo “imperialismo colectivo”: la tríada centra su poder usando crédito, armas y tribunales según lo exijan sus intereses.
Por Equipo El Despertar
La justicia francesa condenó a Nicolas Sarkozy a cinco años de prisión por asociación ilícita en la causa del presunto financiamiento libio de su campaña de 2007. El tribunal de París dispuso, además, la aplicación provisional de la pena: aun si recurre, no quedaría suspendida, y en un mes se le notificará la fecha de ingreso a prisión. No es una mancha aislada: el expresidente ya arrastra dos condenas previas por corrupción, tráfico de influencias y financiación ilegal (2012), una de las cuales le costó la Legión de Honor.
La fiscalía lo definió como el “verdadero” responsable de un pacto con Muamar Gadafi: normalizar internacionalmente al dictador a cambio de dinero para la campaña. El expediente se apoya en siete exdignatarios libios, viajes de su entorno (Claude Guéant, Brice Hortefeux), transferencias y los cuadernos del exministro de Petróleo Shukri Ghanem, hallado ahogado en el Danubio en 2012, También fueron declarados culpables Guéant y Hortefeux. La foto es incómoda porque muestra lo obvio: la alta política europea no es inmune a la financiación espuria; a veces, la diseña.
La ironía histórica es brutal: un candidato que habría recibido fondos del régimen libio en 2007, y un Estado que años después integró la coalición que destruyó a ese mismo país. No hace falta forzar conclusiones para ver el patrón: chequera, proximidad, legitimación cuando conviene; y, cuando cambian los vientos, bombas, sanciones, desmarque. Samir Amin llamó a este mecanismo “imperialismo colectivo”: la tríada centra su poder usando crédito, armas y tribunales según lo exijan sus intereses.
El veredicto no blanquea el sistema; exhibe su modo de cierre: se sacrifica a un individuo notorio para salvar la respetabilidad de la red. Marx y Engels lo sintetizaron con precisión: “El Estado moderno no es sino el comité que administra los negocios comunes de toda la burguesía”. Cuando una pieza se vuelve tóxica para el comité, se la retira. El resto, contratos, intermediarios, consultoras, continúa, más prudente, menos vistoso.
La defensa final del relato será decir que “las instituciones funcionan”. Funcionan, sí, después de una década y media, cuando ya no hay campaña que financiar ni financista con quien posar en la carpa. Mientras tanto, la financiación política opaca siguió lubricando agendas, y la banca y los bufetes que vehiculizan esos flujos rara vez aparecen en el banquillo. La corrupción de alto nivel no es un accidente moral: es método de gobierno en la frontera donde se tocan negocios y diplomacia.
Aun así, el fallo abre grietas útiles: valida testimonios silenciados, reconstituye trazas de dinero y desenmascara una cultura política que naturaliza el acceso desigual a recursos y poder. Si la justicia quiere ser algo más que epílogo, tendrá que tirar del hilo: persecución patrimonial, inhabilitaciones efectivas, colaboración internacional y foco en los vehículos financieros que hacen posible el “milagro” de los préstamos en efectivo que cruzan desiertos y fronteras.
Para América Latina, el eco es claro: las élites que sermonean sobre instituciones y transparencia juegan en su casa otro partido. El problema no es la falta de sermones; es la arquitectura que permite convertir rentas petroleras en influencia política y luego en guerra. Frantz Fanon lo dijo a propósito del colonialismo: la violencia no solo se ejerce sobre cuerpos; organiza el espacio. Aquí, esa organización pasa por el dinero, y cuando el dinero falla, por el castigo.