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El mundo financia el déficit de Estados Unidos

Sep 29, 2025

El entonces ministro de Finanzas, y más tarde presidente de Francia, Valéry Giscard d’Estaing bautizó esta situación como “el privilegio exorbitante”. Y tenía razón: gracias a la hegemonía del dólar, Estados Unidos puede vivir por encima de sus posibilidades, financiando su déficit fiscal y comercial con papel, o con registros digitales, que los demás atesoran como si fueran oro.

Por Jaime Bravo y Jorge Coulon

En agosto de 1971, Richard Nixon anunció la suspensión de la convertibilidad del dólar en oro. Esto cerraba un ciclo abierto con los acuerdos de Bretton Woods, que dieron a Estados Unidos, la única potencia industrial y financiera que salió con sus capacidades intactas y como acreedor del resto del mundo, la posibilidad de hacer de su moneda la reserva global de valor.

Pero incluso con ese peso norteamericano, debió comprometer el respaldo en oro y, para ello, concentrar las reservas de los países occidentales. Nadie estaba dispuesto a entregar la máquina de imprimir moneda de reserva a un solo país.

Con el gesto de romper la convertibilidad, el llamado Nixon Shock, se derrumbó el sistema de Bretton Woods que había dado estabilidad al comercio internacional desde el fin de la Segunda Guerra Mundial. El patrón oro, que garantizaba que cada dólar podía cambiarse por una cantidad fija de metal precioso, quedó atrás. Desde entonces, el dólar pasó a sostenerse únicamente en la “confianza” en la economía de Estados Unidos y en el poder político y militar que lo respalda.

Pero no solo eso. La coacción para obligar a su uso llevó al nacimiento de los petrodólares. El mismo Nixon suscribió un acuerdo con Arabia Saudí, por el que ese país, el principal exportador de petróleo a la fecha, solo aceptaría pagos en dólares norteamericanos. A cambio, Estados Unidos garantizaría la seguridad de Arabia Saudí. La alta dependencia de las economías del mundo del petróleo garantizó la mantención de esa moneda como reserva y también como el medio de pago internacional más universal.

El privilegio exorbitante

Este cambio a una moneda basada en la “confianza” inauguró un orden financiero peculiar: la moneda de un solo país se convirtió en la referencia global. Con ello, Washington adquirió un privilegio sin paralelo: puede imprimir dólares a voluntad, sin que el mundo los rechace. De hecho, los demanda. Bancos centrales, gobiernos y empresas necesitan dólares para comerciar, ahorrar y endeudarse. Lo que para cualquier otra nación sería una receta segura para la inflación, para Estados Unidos se convierte en un mecanismo de financiamiento global.

El entonces ministro de Finanzas, y más tarde presidente de Francia, Valéry Giscard d’Estaing bautizó esta situación como “el privilegio exorbitante”. Y tenía razón: gracias a la hegemonía del dólar, Estados Unidos puede vivir por encima de sus posibilidades, financiando su déficit fiscal y comercial con papel —o con registros digitales— que los demás atesoran como si fueran oro.

Cómo funciona el engranaje

La maquinaria opera de manera simple y brutal. Como vimos, el petróleo y también la mayoría de las materias primas se comercian en dólares. La deuda internacional se emite en dólares. Las reservas de los bancos centrales se guardan en dólares. Así, cada país del mundo mantiene una especie de “tributo” al centro del sistema.

Cuando la Reserva Federal expande la masa monetaria, como ocurrió tras la crisis de 2008 o durante la pandemia de 2020, inyecta liquidez que viaja más allá de sus fronteras. Parte de esos dólares circula en la economía global, presionando precios y devaluando monedas locales. Otra parte regresa a Estados Unidos bajo la forma de compra de bonos del Tesoro, considerado el activo más seguro del planeta. En ambos casos, Washington gana: financia su deuda con bajo costo y exporta parte de la inflación.

No toda la culpa es del dólar

Conviene matizar. La inflación mundial no se explica solo por la emisión estadounidense. Otros factores inciden: guerras que interrumpen cadenas de suministro, alzas del petróleo, pandemias que desorganizan la producción, especulación financiera o políticas internas de cada país. Pero el dólar actúa como un amplificador: su condición de moneda de reserva global significa que los costos de las decisiones estadounidenses se socializan a escala planetaria.

Cuando la Reserva Federal sube sus tasas de interés, por ejemplo, los capitales huyen de los países emergentes hacia los bonos del Tesoro, fortaleciendo al dólar y debilitando monedas nacionales. Esto encarece las importaciones, incrementa el costo de la deuda externa y golpea directamente a las economías periféricas. Es un recordatorio de que la soberanía monetaria del Sur global está atada a las decisiones de un banco central que responde únicamente a los intereses de Estados Unidos, con directivos provenientes del mundo financiero privado y con un presidente designado por el Ejecutivo.

El financiamiento invisible

El resultado es paradójico: el mundo entero financia el déficit de Estados Unidos. El país más endeudado del planeta sigue siendo, al mismo tiempo, el más solvente a los ojos de los mercados. No porque sus cuentas estén en orden, sino porque puede pagar siempre en la moneda que solo él emite. Es como si todos los demás aceptaran voluntariamente ser acreedores eternos de una potencia que nunca piensa devolverles en oro, sino únicamente en su propia promesa impresa.

¿Hasta cuándo?

La gran pregunta es cuánto tiempo puede sostenerse este esquema. Ya existen intentos de construir alternativas: el yuan o RMB chino, las iniciativas de los BRICS para comerciar en monedas locales, o incluso las monedas digitales de bancos centrales. El euro, aunque importante, no ha logrado desplazar al dólar de su trono.

La hegemonía del dólar no es solo un asunto económico: es un dispositivo de poder. Estados Unidos no solo imprime la moneda que todos usan; también puede bloquear transacciones, aplicar sanciones financieras y excluir a países enteros del sistema de pagos. La guerra y la finanza se entrelazan en un mismo campo de batalla.

Mientras tanto, el resto del mundo asume los costos. Inflaciones importadas, deudas más caras, crisis cambiarias recurrentes. La conclusión es incómoda, pero clara: vivimos en un orden en el que la potencia emisora de la moneda mundial gasta lo que no tiene, y el resto del planeta paga la cuenta, cada vez más, con lo que tampoco tiene: deuda creciente y soberanías hipotecadas.

Quizás el siglo XXI vea surgir un nuevo equilibrio monetario. Pero mientras el dólar siga reinando, la paradoja persistirá: Estados Unidos produce déficits, y el mundo entero los financia.

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