El relato libertario queda completamente al desnudo: no se trata de más libertad para el pueblo, sino de más libertad para el capital. Mientras las clases populares se deshidratan en villas, barrios y periferias urbanas, las empresas podrán especular con las tarifas, tercerizar el servicio y externalizar las ganancias.
Por Equipo El Despertar
El gobierno ultraliberal de Javier Milei, verdadero ariete del capital financiero internacional en el Cono Sur, ha iniciado el proceso para privatizar Aysa, la empresa pública que gestiona el agua potable en la provincia de Buenos Aires. Se trata de una medida brutal, disfrazada de “eficiencia” y “desregulación”, que expone sin maquillaje la lógica depredadora del capitalismo en su fase más salvaje: convertir en mercancía lo que es condición básica para la vida.
Mientras la población enfrenta inflación, desempleo y una catástrofe social sin precedentes, el Estado argentino —dirigido por un fanático del mercado— decide vender el agua al mejor postor. No se trata de una política económica, sino de una agresión de clase.
Desde el punto de vista marxista, esta operación debe leerse no como “reforma estructural”, sino como acumulación por desposesión, tal como la definió David Harvey a partir del análisis de El Capital. Se quitan al pueblo los bienes comunes —agua, tierra, salud, educación— para colocarlos en el circuito de valorización del capital.
Marx lo explica en el Tomo I de El Capital, cuando describe los orígenes del capital moderno: “La expropiación de los productores directos no se lleva a cabo mediante la transacción pacífica, sino a través del despojo violento. El capital viene al mundo chorreando sangre y lodo por todos los poros.”
En este contexto, privatizar el agua no es una política; es una guerra social. La privatización de Aysa significa que el acceso al agua estará sujeto, de forma aún más directa, a la capacidad de pago. No es exageración: en Chile, donde este modelo se aplicó hace décadas, la tarifa de agua es una de las más caras de América Latina, y las comunidades más pobres enfrentan cortes sistemáticos por deuda.
El capital no ve en el agua una fuente de vida, sino una oportunidad de rentabilidad asegurada: es un bien inelástico, indispensable y fácilmente monopolizable. El sueño húmedo del capital financiero. y Milei, como buen sirviente de esa lógica, no nacionaliza ni socializa nada: vende todo lo que no puede cargar en su mochila anarcocapitalista. Incluso lo que no es suyo.
El relato libertario queda completamente al desnudo: no se trata de más libertad para el pueblo, sino de más libertad para el capital. Mientras las clases populares se deshidratan en villas, barrios y periferias urbanas, las empresas podrán especular con las tarifas, tercerizar el servicio y externalizar las ganancias.
En este punto, no hay diferencia entre Milei y cualquier tecnócrata del FMI. Ambos entienden al Estado como una herramienta de transferencia de bienes comunes hacia el sector privado. Una forma “legal” de robo.
La privatización de Aysa no es un capítulo más del ajuste: es un paso cualitativo en la descomposición del Estado argentino como instrumento de lo público. Convertir el agua en negocio, en medio de una crisis social y ambiental, es una forma de violencia estructural que solo puede sostenerse mediante represión, propaganda y hambre.
La lucha contra esta medida debe ser popular, territorial y anticapitalista. No basta con “regular el mercado”: hay que enfrentarlo. El agua no se vende, se defiende como parte de una estrategia de poder popular que recupere lo común y lo ponga al servicio del pueblo.