El mandatario colombiano enmarcó su decisión en un proyecto de integración real: “América Latina debe integrarse con proyectos concretos”, dijo, citando la apuesta colombiana por energías limpias, la mexicana por producción de medicamentos y la brasileña por una integración amazónica. La tesis es clara: cooperación intrarregional e independencia económica, no alineamientos con intereses comerciales de potencias.
Por Equipo El Despertar
El presidente de Colombia, Gustavo Petro, anunció que no asistirá a la X Cumbre de las Américas en República Dominicana. La razón es directa: la exclusión de Cuba, Venezuela y Nicaragua promovida por EE.UU. y respaldada por el gobierno de Luis Abinader, y lo que calificó como “agresiones en el Caribe”, una zona que, recordó, “se había constituido como zona de paz”. “No asistiré a la Cumbre de las Américas. El diálogo no comienza con exclusiones”, escribió en X.
Petro detalló además que propuso a Washington una reunión CELAC–EE.UU. para empujar una integración económica continental, pero no recibió respuesta. No está solo: la presidenta de México, Claudia Sheinbaum, ya había anunciado que tampoco asistirá si hay vetos. Hay una señal consistente desde dos pesos pesados regionales: sin todos, no hay Cumbre.
El mandatario colombiano enmarcó su decisión en un proyecto de integración real: “América Latina debe integrarse con proyectos concretos”, dijo, citando la apuesta colombiana por energías limpias, la mexicana por producción de medicamentos y la brasileña por una integración amazónica. La tesis es clara: cooperación intrarregional e independencia económica, no alineamientos con intereses comerciales de potencias.
La respuesta social tampoco se hizo esperar. Movimientos y organizaciones anunciaron una Cumbre de los Pueblos en Santo Domingo, del 4 al 6 de diciembre, como contracara del encuentro oficial. “Frente a una Cumbre construida sobre la exclusión y la imposición, debemos levantar la bandera de la unidad latinoamericana”, dijo Roberto Payano, de la Campaña Dominicana de Solidaridad con Cuba, denunciando que el veto es una claudicación ante presiones unilaterales y parte de un intento por revivir la Doctrina Monroe.
Lo que está en juego no es protocolo, sino arquitectura de poder. Una Cumbre que selecciona a sus invitados en función de los intereses de Washington reproduce el guion del imperialismo colectivo (Samir Amin): el centro define quién es “legítimo”, el resto acata o se sienta afuera. Gramsci habría dicho: se busca consenso bajo coerción simbólica. Petro y Sheinbaum le corren la cortina al dispositivo: no hay “paz hemisférica” si antes hay listas negras.
En términos materiales, el Caribe “zona de paz” no es una consigna: es la condición para que el comercio, la energía y la vida cotidiana se sostengan sin el filo de los despliegues militares. Cuando Petro habla de “agresiones” alude a esa normalización de la fuerza como lengua regional. Decirle “no” a la Cumbre en estas condiciones es, también, decirle “no” a que la política de la región se defina bajo veto ajeno.
La salida propuesta —CELAC como contraparte y proyectos integrados— es la única que saca a América Latina del papel de espectadora. O hay un plano común que ordene cadenas productivas (salud, energía, alimentos, transición justa) y financiamiento regional que reemplace el chantaje del dólar, o el continente seguirá desfilando por cumbres que hablan de democracia mientras excluyen a gobiernos incómodos y militarizan sus mares.
En el corto plazo, habrá dos Cumbres en Santo Domingo: la oficial, con asientos vacíos, y la de los Pueblos, con voces que el guion quiso omitir. La región debe elegir con qué paz se queda: la paz de ceremonia que admite vetos y portaaviones, o la paz con soberanía, esa que —para usar la frase de Petro— “no comienza con exclusiones” y se sostiene en proyectos concretos de integración.
