En ese marco, la corrupción no es accidente, sino lubricante: custodias laxas, armerías sin trazabilidad, inventarios ficticios, filtración de información “sensible”, robos “dirigidos” a cuarteles. No sorprende que algunas unidades se hayan vuelto blancos. Tampoco sorprende el menú de soluciones que se repite como mantra: más tecnología y más facultades, casi nunca control social ni responsabilidad política. El resultado es un Estado que arma a quienes dice combatir y luego vende seguridad a quienes dejó expuestos. Un negocio redondo con cuatro perdedores: las víctimas de los delitos, los barrios empobrecidos, los funcionarios honestos y la confianza democrática.
Por Equipo El despertar
Que al menos 179 armas de policías, FF.AA. y Gendarmería hayan desaparecido en cinco años no es solo un problema administrativo: es un síntoma de cómo se conectan el aparato estatal, el mercado y el crimen organizado en una misma economía política. Cuando el Estado “extravía” pistolas y revólveres —104 de la PDI, según Transparencia— y esas armas reingresan a los circuitos ilegales, no solo aumenta el poder de fuego de bandas; también sube el precio del miedo y con él las presiones por más presupuesto, más tecnología, más control. La espiral perfecta: lo público alimenta el mercado negro y, acto seguido, la “solución” es comprar más seguridad a los mismos proveedores de siempre.
No se trata de conspiraciones, sino de incentivos y estructuras. Una parte del Estado funciona, como lo advirtieron los clásicos, como comité de negocios de la clase dominante. En ese comité, la seguridad es un rubro con margen: licitaciones para armamento, software, cámaras, armerías “inteligentes”, consultorías, blindados; contratos que crecen en proporción al pánico social. Si el crimen organizado opera como capital sin reglas (droga, extorsión, trata), el complejo seguridad–control opera como capital con contrato. Ambas puntas se alimentan: armas “perdidas” que reaparecen en homicidios justifican más gasto; cada alza del gasto abre oportunidades de negocio para intermediarios, importadores y lobistas; cada inversión en “mano dura” no resuelve las raíces sociales del delito, pero sí estabiliza una industria.
En ese marco, la corrupción no es accidente, sino lubricante: custodias laxas, armerías sin trazabilidad, inventarios ficticios, filtración de información “sensible”, robos “dirigidos” a cuarteles. No sorprende que algunas unidades se hayan vuelto blancos. Tampoco sorprende el menú de soluciones que se repite como mantra: más tecnología y más facultades, casi nunca control social ni responsabilidad política. El resultado es un Estado que arma a quienes dice combatir y luego vende seguridad a quienes dejó expuestos. Un negocio redondo con cuatro perdedores: las víctimas de los delitos, los barrios empobrecidos, los funcionarios honestos y la confianza democrática.
Si se quiere cortar el circuito, no bastan peritajes y comunicados. Hace falta democratizar el control de la fuerza pública y desmercantilizar la seguridad. Medidas mínimas: trazabilidad en tiempo real (marcado, RFID, cadena de custodia pública arma por arma), doble custodia con segregación de funciones y auditorías externas e inopinadas; protecciones a denunciantes y sanciones penales por pérdida/alteración; publicación trimestral de pérdidas/recuperos por institución, unidad y responsable; consejos ciudadanos con potestades reales de auditoría en inventarios y compras; prohibición de contratos con proveedores involucrados en casos de desvío; y topes al gasto en gadgets si no hay cumplimiento estricto de estándares. Y, por encima de todo, política social que quite clientela al crimen: empleo, barrios, cuidados, escuela abierta; lo único que reduce delitos sin armar el negocio del miedo.
Mientras la seguridad siga tratándose como mercancía y la violencia como oportunidad de inversión, cada arma “perdida” será una acción más en la cartera del pánico. Un Estado al servicio de la vida no cuenta armas perdidas: impide que se pierdan, expone a los que las pierden y desarma la economía que necesita del miedo para facturar.
