Fanon nos advierte que el colonialismo, y su versión contemporánea: el neoliberalismo, no solo domina cuerpos, sino que coloniza las conciencias. En Chile, el modelo nos enseñó a culpabilizarnos por la pobreza, a endeudarnos para sobrevivir, a competir para existir, a aceptar la desigualdad como si fuera destino. El 18 de octubre fue la ruptura de ese hechizo ideológico. Fue el momento en que las y los de abajo dejaron de pedir permiso y se tomaron la palabra, la calle y la historia.
Por Daniel Jadue
El 18 de octubre de 2019 no fue un estallido. Fue una irrupción. Una ruptura histórica, un grito colectivo que emergió desde las grietas más profundas del modelo neoliberal impuesto a sangre y fuego en nuestro país. Y hoy, a seis años de ese amanecer de rebeldía, debemos preguntarnos con honestidad brutal: ¿qué ha cambiado? ¿Qué se ha transformado verdaderamente para aquellos que arriesgaron su vida, su integridad, su libertad por abrirle paso a un país distinto?
Desde la perspectiva del psiquiatra y revolucionario Frantz Fanon, toda revuelta auténtica es una afirmación radical de dignidad. “Los condenados de la tierra”, como los llamó, no se levantan por migajas, sino porque entienden que vivir bajo la opresión no es vivir. Lo que vimos en las calles de Chile fue precisamente eso: un pueblo harto de la humillación cotidiana, de la precarización de su existencia, de ser tratado como sobrante por una élite que vive encerrada en sus privilegios y que aún hoy sigue defendiendo el orden que nos trajo hasta aquí.
Fanon nos advierte que el colonialismo, y su versión contemporánea: el neoliberalismo, no solo domina cuerpos, sino que coloniza las conciencias. En Chile, el modelo nos enseñó a culpabilizarnos por la pobreza, a endeudarnos para sobrevivir, a competir para existir, a aceptar la desigualdad como si fuera destino. El 18 de octubre fue la ruptura de ese hechizo ideológico. Fue el momento en que las y los de abajo dejaron de pedir permiso y se tomaron la palabra, la calle y la historia.
Pero a seis años, la herida sigue abierta. Porque la deuda estructural sigue intacta. Los salarios y las pensiones miserables no se han resuelto. Las listas de espera, las muertes en espera de una atención que nunca llega y que testimonian que el derecho a la salud sigue mercantilizado. La cuestión de la educación pública que sigue agonizando por la falta de compromiso del estado que se traduce en desfinanciamiento y desinversión. El derecho a vivir dignamente continúa siendo un privilegio. El trabajo decente es una promesa incumplida. Y lo más doloroso: la justicia para los mutilados, para los presos de la revuelta, para las víctimas de la violencia estatal, aún no llega. En su lugar, hemos visto pactos de impunidad, reformas estéticas y una institucionalidad que se resiste con uñas y dientes a transformarse.
El proceso constituyente, que nació de esa revuelta, fue saboteado por los mismos sectores que hoy celebran el retroceso democrático. Fanon escribió que las élites nacionales, cuando no rompen con el orden colonial, se convierten en sus mejores administradores. Eso es lo que hemos vivido. Un sistema político incapaz de estar a la altura de su pueblo, temerosa de la democracia real, obediente a los dictados de los grandes grupos económicos y los intereses extranjeros de las potencias occidentales.
Pero no todo está perdido. Fanon también nos enseña que los pueblos aprenden en la lucha. Que la conciencia se forja en la experiencia de resistencia. Y en Chile, hay un pueblo que no olvida. Que se organiza, que sigue soñando, que no ha renunciado a la esperanza radical de una sociedad distinta. La memoria del 18 de octubre no es solo dolor. Es también potencia. Es la certeza de que otra vida es posible, y de que solo la movilización popular puede abrirle camino.
Por eso hoy, más que nunca, necesitamos retomar el horizonte emancipador. Construir poder popular desde abajo. Refundar las instituciones al servicio de las mayorías. Romper con el neoliberalismo y su matriz colonial. Y nunca, nunca más, permitir que nos roben la palabra, la calle, ni la dignidad.
El 18 de octubre no terminó. Sigue latiendo en cada lucha, en cada marcha, en cada asamblea. Porque mientras haya desigualdad, mientras haya opresión, mientras el pueblo siga siendo excluido de las decisiones que afectan su vida, la revuelta seguirá siendo una posibilidad, una necesidad, una promesa.
