El modelo chileno, basado en salarios estancados, pensiones miserables y la precarización laboral, condena a casi la mitad de la población a la incertidumbre crónica y a la deuda. La falta de capacidad de ahorro, de la que solo goza el 19%, es la consecuencia lógica de un ingreso que se consume íntegramente en la subsistencia, sirviendo directamente al capital y negando a la clase trabajadora cualquier posibilidad de acumulación o seguridad. Lo peor de todo es que el sistema no está fallando, está funcionando exactamente como fue diseñado: transfiriendo valor del trabajo al capital.
Por Daniel Jadue
El estudio de Ipsos sobre el Costo de la Vida en Chile es una radiografía brutal de las fracturas estructurales de nuestro modelo económico, y representan la evidencia de un sistema que garantiza la ganancia privada a costa del empobrecimiento y la ansiedad de la mayoría trabajadora.
El dato más impactante y políticamente significativo es que el 45% de los hogares chilenos no logra llegar a fin de mes con los ingresos que perciben, cifra que se dispara a cifra se dispara al 61% en los hogares con menores ingresos, lo que confirma que el problema no es de “mala administración” individual, sino de una distribución regresiva de la riqueza.
El modelo chileno, basado en salarios estancados, pensiones miserables y la precarización laboral, condena a casi la mitad de la población a la incertidumbre crónica y a la deuda. La falta de capacidad de ahorro, de la que solo goza el 19%, es la consecuencia lógica de un ingreso que se consume íntegramente en la subsistencia, sirviendo directamente al capital y negando a la clase trabajadora cualquier posibilidad de acumulación o seguridad. Lo peor de todo es que el sistema no está fallando, está funcionando exactamente como fue diseñado: transfiriendo valor del trabajo al capital.
El informe revela que el 72% de los hogares está endeudado, y la emoción dominante asociada a esa deuda es la angustia (33%) y la frustración (23%). Esto transforma la deuda en un instrumento de disciplinamiento social, además de profundizar la financiarización de la economía.
La tarjeta y la línea de crédito, usadas por el 41% para llegar a fin de mes, no son soluciones; son un parche que profundiza la dependencia. El crédito permite al capital extraer riqueza futura del trabajador, obligándolo a vivir perpetuamente al servicio de sus intereses. Es el mecanismo perfecto para garantizar la paz social a corto plazo mientras se mantiene un sistema de explotación: la gente se preocupa por pagar la cuota, no por cambiar el sistema.
La necesidad de priorizar el pago de cuentas como el agua (60%) y la luz (49%) demuestra que los servicios básicos, elementos esenciales para una vida digna, son la principal fuente de estrés y la primera obligación financiera, incluso antes que la alimentación.
El Estado, en lugar de garantizar el acceso universal a servicios esenciales a bajo costo o como derecho social, ha permitido que estos se conviertan en negocios lucrativos. El descontento con la cuenta de la luz, que genera la mayor desconfianza (34%), no es solo por el precio, sino por percibir un abuso en una necesidad básica privatizada.
Las soluciones que ofrece el mercado como trabajos extras, comprar marcas más baratas o usar crédito para sobrevivir, solo profundizan la lógica individualista y la sobreexplotación, pero también van incubando enfermedades que son producto de las condiciones materiales y la incertidumbre permanente como el estrés, la depresión, el alcoholismo y la drogadicción entre otras. Nadie debiera sorprenderse si en un futuro cercano vuelve a ser protagonista la rabia y la indignación.
La única solución real a esta realidad verdaderamente inaceptable es una transformación radical de las relaciones de producción impuestas por este modelo pero mientras esa transformación duerma el sueño de los justos resulta imprescindible exigir a lo menos un incremento significativo de los salarios de tal manera que logren cubrir las necesidades de una familia, sin necesidad de recurrir a la deuda. No basta con reajustes mínimos; se requiere una política salarial que revierta la transferencia de valor y que garantice que ningún trabajador viva bajo la amenaza de la deuda.
También debemos avanzar en la desmercantilización de la vida mediante la desprivatización de los Servicios Esenciales: El agua y la electricidad deben dejar de ser mercancías y pasar a ser derechos sociales, gestionados de forma pública, transparente y sin fines de lucro.
Por último debemos avanzar en la posibilidad de reestructurar o condonar deudas de consumo: el Estado debe intervenir para aliviar la carga de la deuda usurera que mantiene a la población en la angustia, focalizando en aquellos hogares con ingresos bajos y precarios.
Este estudio es un llamado de atención. El agotamiento del presupuesto al día 20 no es un error de cálculo personal; es la prueba de la bancarrota moral de un modelo que mercantiliza la vida. La respuesta política no puede ser el ajuste, sino la refundación de un pacto social que ponga las necesidades de la mayoría trabajadora por sobre la rentabilidad de las élites.
