Los defensores del “Estado de derecho” dirán que el sistema funciona porque hoy hay cautelares. Van tarde. La cautelar llega cuando el daño ya fue hecho y al patrimonio de todos los chilenos y chilenas le costo miles de millones de pesos: decisiones afectadas, procedimientos contaminados, ciudadanía convencida, con razón, de que la justicia es un servicio premium que sirve para proteger a los amigos del poder, para encarcelar a sus enemigos y a quienes atetan contra el orden establecido y para, cuidar las apariencias haciendo algo de justicia para todos los demás. Engels ya anotó, con brutal ironía, que la sociedad burguesa “decreta por ley la desigualdad real” (La situación de la clase obrera): aquí, la ley era el producto; el cliente, la élite; el precio, la confianza social.
Por Equipo El Despertar
La octava jornada de formalización en el caso “Muñeca Bielorrusa” terminó con lo obvio que muchos temían y pocos decían: prisión preventiva para Gonzalo Migueles (pareja de la exministra de la Corte Suprema Ángela Vivanco) y los abogados Mario Vargas y Eduardo Lagos, estos dos últimos los protagonistas principales de la persecución judicial contra el ex Alcalde Daniel Jadue. La jueza Patricia Ibacache fue tajante: su libertad es “peligro para la seguridad de la sociedad”. Los cargos: cohecho y soborno reiterados, más lavado de activos. Traducido del latín judicial: compra de decisiones, venta de influencias y blanqueo de la ganancia ilícita.
La magistrada, con una franqueza poco habitual, describió el cuadro de época: ostentación pública en redes, viajes, reuniones sociales en plena trenza litigante, todo a la vista, “riéndose de todo un país”. No es sólo vulgaridad; es clase. Cuando la cúpula cree que no necesita esconder nada, es porque controla lo suficiente como para sentirse impune. Y si esto no es peligro social, ¿qué lo sería? Quebrar la probidad, igualdad ante la ley y la confianza pública no es un daño abstracto: es expropiar derechos a la población mientras se privatiza la justicia para quienes pueden pagarla.
Desde un enfoque materialista, el caso no sorprende. Marx y Engels lo dijeron sin maquillaje: “El Estado moderno no es más que una junta que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Manifiesto, Obras Escogidas, Progreso, 1980). Cuando esa junta se viste de toga, el negocio se llama sentencia a la carta. El cohecho no es una desviación moral de individuos extraviados; es la forma jurídica de la acumulación por vías “legales”. Y cuando toca limpiar el rastro, entra el lavado: la contabilidad creativa que convierte el delito en patrimonio respetable.
Los defensores del “Estado de derecho” dirán que el sistema funciona porque hoy hay cautelares. Van tarde. La cautelar llega cuando el daño ya fue hecho y al patrimonio de todos los chilenos y chilenas le costo miles de millones de pesos: decisiones afectadas, procedimientos contaminados, ciudadanía convencida, con razón, de que la justicia es un servicio premium que sirve para proteger a los amigos del poder, para encarcelar a sus enemigos y a quienes atetan contra el orden establecido y para, cuidar las apariencias haciendo algo de justicia para todos los demás. Engels ya anotó, con brutal ironía, que la sociedad burguesa “decreta por ley la desigualdad real” (La situación de la clase obrera): aquí, la ley era el producto; el cliente, la élite; el precio, la confianza social.
¿Y ahora qué? Tres puntos elementales si se quiere algo más que titulares: Expropiar la renta del delito, con un decomiso ampliado efectivo, persecución patrimonial en cascada (personas, vehículos societarios, testaferros) y prohibición real de volver a contratar con el Estado; Desmercantilizar la justicia con el fin de la puerta giratoria entre estudios de élite y tribunales superiores; elección popular de jueces de última instancia, azar y transparencia en integración de salas; trazabilidad pública de lobbies y reuniones; auditorías externas y participación vinculante de colegios y organizaciones en control disciplinario; y por último, responsabilidad política: si hubo captura sistémica, no bastan tres nombres propios. Caiga quien caiga, también en la cúspide administrativa y corporativa.
Para los devotos de la neutralidad, una última nota: la corrupción no es apolítica. Es política de clase por otros medios. Compra tiempo, leyes y decisiones para proteger propiedad y privilegios y para eliminar adversarios peligrosos para el orden establecido. Por eso el castigo no puede ser sólo penal, sino estructural: romper circuitos de influencia, transparentar patrones de sociabilidad que hoy son mercado de fallos, y repartir poder hacia abajo.
“Entre derechos iguales decide la fuerza.” — Marx, El Capital, t. I (Obras Escogidas, Progreso, 1980).
En esta arena, la fuerza es propiedad pública de la verdad procesal, trazabilidad del dinero y control social sobre la judicatura.
Que no nos distraigan los modales de los involucrados. Aquí no se juzga la anécdota de tres imputados, sino la economía política de la justicia. Si el expediente se cierra con un par de cautelares ejemplares y una conferencia de prensa, el mensaje a la clase trabajadora será el de siempre: la ley es dura… con los de abajo. Si en cambio se desmonta el negocio—desde las redes de lobby a los incentivos—, tal vez empecemos a dejar de “reírnos” del país.
