Mientras tanto, desde el mundo popular, la candidatura de Jeannette Jara ha logrado algo que ellos no pueden imitar: construir esperanza en torno a una promesa concreta, reformas que mejoren la vida de la mayoría, salarios dignos, fin de los abusos del sistema previsional y control democrático sobre los recursos estratégicos. Eso explica su crecimiento sostenido: hay un pueblo que aprendió a distinguir entre los que quieren gobernar el Estado y los que quieren venderlo. Pero pérsiste una duda, sigue faltando encontrar el camino para conectar con la indignación de la que se nutre esa derecha sin proyecto.
Por Daniel Jadue
Los números de las encuestas, tan cambiantes como convenientes, han hecho saltar las alarmas en la derecha. Johannes Kaiser, el libertario de ocasión, sube en Cadem y en Criteria, mordiendo votos a Kast y Matthei, mientras Jeannette Jara se consolida al frente. Para el bloque conservador, acostumbrado a creer que el país es un Excel donde la política se gestiona como empresa, este ascenso es más que un ruido: es un síntoma de descomposición interna.
Kaiser no irrumpe desde las ideas; irrumpe desde el malestar. Representa a una derecha que capitaliza la frustración, que promete libertad sin Estado y rebaja fiscal sin comunidad. Es el eco local del trumpismo y del bolsonarismo: una política del resentimiento, que transforma la rabia justa del pueblo precarizado en odio hacia sus propios semejantes. Cuando la derecha tradicional pierde autoridad moral y proyecto histórico, siempre aparece un libertario dispuesto a vestir el viejo capitalismo con ropaje antisistema.
Por eso su “ascenso” revela la verdadera fractura de clase en el bloque opositor. Kast quiere orden; Matthei, gestión; Kaiser, demolición. Tres derechas, un mismo objetivo: mantener el país en el mismo eje del capital, pero con distinto relato. El votante popular, endeudado y saturado de abusos, no les importa; solo buscan quién administra mejor los negocios de unos pocos.
El “voto útil” que agitan en las planas económicas no es más que una operación para disciplinar a su propio electorado, una invitación a elegir entre tres gerentes de la misma empresa. En la práctica, lo que está en disputa no es el proyecto de país, sino qué tipo de control quieren ejercer sobre un Estado que consideran botín y no bien común.
Mientras tanto, desde el mundo popular, la candidatura de Jeannette Jara ha logrado algo que ellos no pueden imitar: construir esperanza en torno a una promesa concreta, reformas que mejoren la vida de la mayoría, salarios dignos, fin de los abusos del sistema previsional y control democrático sobre los recursos estratégicos. Eso explica su crecimiento sostenido: hay un pueblo que aprendió a distinguir entre los que quieren gobernar el Estado y los que quieren venderlo. Pero pérsiste una duda, sigue faltando encontrar el camino para conectar con la indignación de la que se nutre esa derecha sin proyecto.
Kaiser y su pequeño auge son el recordatorio de que el neoliberalismo chileno ha entrado en su fase terminal. Cuando la desigualdad y la desesperanza se vuelven insoportables, surgen personajes que ofrecen dinamitarlo todo para salvar los privilegios de siempre. Pero esa pirotecnia antisistema solo encubre una vieja verdad: detrás del libertario siempre está el banquero.
La derecha chilena no se desordena porque le falten votos: se desordena porque le falta alma, porque renunció hace décadas a hablarle al país real. En su disputa entre el orden y la motosierra, se olvida de lo esencial: que la política no se mide en encuestas, sino en dignidad.
Y ahí radica la diferencia. Mientras ellos discuten quién será el “candidato del orden”, millones de chilenos siguen exigiendo algo más profundo: un país que ponga la vida por delante del mercado. Esa, y no otra, es la verdadera batalla que se juega en esta elección.
