El Gobierno respondió con dos líneas —acortar carreras y “modernizar” el financiamiento—, pero los tiempos políticos se acaban y la credibilidad de la promesa se erosiona. Gramsci nos recordaría que no basta “abrir las puertas” si el orden de arriba sigue intacto: hay que dirigir la transición. Acortar por acortar, sin troncos comunes, articulación real entre técnico-profesional y universitario, y sin regulación de aranceles por costo, no por lo que el mercado “resiste”, solo traslada la factura a las familias y deja incólume el margen de las instituciones que han hecho del alargue una línea de ingresos.
Por Equipo El Despertar
El 9º Estudio de Mercado de la Fiscalía Nacional Económica (FNE) encendió todas las alarmas: el 35% de las carreras en Chile tiene retorno privado negativo y casi 40% de los estudiantes cursa justamente esos programas. Traducido al castellano: sale más caro estudiar que lo que la carrera devuelve en ingresos. No es un fenómeno meteorológico, es la consecuencia de convertir la educación superior en mercado desregulado, donde la promesa de movilidad social se empaqueta como producto financiero y se cobra con intereses. Marx lo advirtió hace siglo y medio: “La educación popular se convierte en mero medio para fabricar instrumentos dóciles al capital.”
El informe no se queda en la planilla Excel. Documenta fallas de información en la decisión de los postulantes, opacidad en la divulgación de datos relevantes y barreras regulatorias que traban la competencia saludable entre instituciones. La mala orientación vocacional y la publicidad edulcorada son parte del “modelo de negocio”: proliferan programas largos, caros y poco pertinentes, sin trayectorias claras de empleabilidad. Mónica Arce, presidenta de la Comisión de Educación, lo resumió bien: “No es nuevo; durante años se permitió la expansión indiscriminada de carreras sin empleabilidad… la falta de regulación, sumada al enfoque de mercado, convirtió la educación en negocio y los jóvenes de sectores populares pagan la cuenta”.
La oposición aprovechó el bache para golpear al Ejecutivo —“sin rumbo ni control”, dijo Frank Sauerbaum (RN)— y no le falta razón en el diagnóstico, aunque omita que el andamiaje viene de lejos: CAE desde 2006, lucrar por vías relacionadas pese a la proscripción formal, acreditaciones complacientes, gratuidad sin control de costos y pertinencia, universidades estatales desfinanciadas. La propia FNE habla de barreras que sostienen estructuras de poder antes que calidad. Como enseñó Bourdieu, los títulos no valen lo mismo para todos: el “capital cultural” de origen y la estratificación institucional reproducen la desigualdad que prometían remediar.
El Gobierno respondió con dos líneas —acortar carreras y “modernizar” el financiamiento—, pero los tiempos políticos se acaban y la credibilidad de la promesa se erosiona. Gramsci nos recordaría que no basta “abrir las puertas” si el orden de arriba sigue intacto: hay que dirigir la transición. Acortar por acortar, sin troncos comunes, articulación real entre técnico-profesional y universitario, y sin regulación de aranceles por costo —no por lo que el mercado “resiste”—, solo traslada la factura a las familias y deja incólume el margen de las instituciones que han hecho del alargue una línea de ingresos.
Además, medir solo el retorno privado es mirar por la rendija. Que formen parte del tercio rojo carreras como pedagogía o cuidado no prueba su “inutilidad”; prueba que el mercado subvalora trabajos socialmente esenciales. Ahí la política pública tiene otra palanca: salarios mínimos profesionales, negociación por rama en sectores feminizados, y financiamiento basal a programas de alto valor social. Como recuerda Nancy Fraser, la crisis no es solo de producción sino de reproducción social: si pagar por estudiar para cuidar no se traduce en ingresos dignos, la economía se está comiendo a sus propias cuidadoras.
La dimensión financiera es el corazón podrido del sistema. Deuda educativa como dispositivo de disciplinamiento —CAE y créditos internos que persiguen por décadas—, arriendos de Bienes Nacionales a precio vil para altos cargos mientras estudiantes comparten piezas de 10 m², y aranceles que suben al margen de cualquier control de costos. El ministro que hoy promete “modernización” debe empezar por aquí: condonación o reprogramación progresiva de la deuda, transición a financiamiento público basal atado a misión y calidad, y fin de los incentivos a la matrícula por sobre la pertinencia.
El Congreso tiene una tarea inmediata: obligaciones de transparencia radicales (publicación comparativa y comprensible de retornos, empleabilidad, duración efectiva, aranceles reales y tasas de término por cohorte), sanciones por publicidad engañosa y límite temporal a la oferta de programas con retornos persistentemente negativos salvo justificación social validada por el Estado. Y el Estado debe recuperar herramientas: planes y contratos-programa con universidades públicas y regionales, inversión sostenida en CFT/IP estatales de calidad, y una autoridad de educación superior con dientes para cerrar carreras inviables.
La discusión de fondo no es técnica, es de modelo. ¿Seguimos delegando al banco y al directorio de turno la función de formar a las nuevas generaciones, bajo la amenaza de la mora y la promesa hueca del “emprendimiento”? ¿O tratamos la educación como derecho social y bien público estratégico, planificamos su oferta según necesidades del país, y garantizamos que estudiar no sea una ruleta rusa financiera? Rosa Luxemburg dejó la disyuntiva sin maquillaje: reforma o barbarie. En Chile, la barbarie ya tiene datos: un tercio de carreras no devuelve lo que cobra. La reforma exige algo más que “modernizar” el crédito: exige cambiar quién decide y para qué se estudia.
