Quienes aplauden la ley dicen que es para “quien mate israelíes por odio”. ¿Y quién define el “odio”? ¿El mismo aparato que eleva a ministros a colonos supremacistas? ¿El mismo Estado que desde el 7 de octubre ha practicado detenciones masivas, tortura, humillación sexual, y suma al menos 80 prisioneros muertos en custodia? Si el Ejecutivo etiqueta como “terror” cualquier forma de resistencia, y el Legislativo abre la puerta a la pena capital bajo términos elásticos, el “debido proceso” se convierte en un ritual vacío. Y si, como recordó Human Rights Watch la semana pasada, los ataques extraterritoriales en el Caribe y el Pacífico Oriental se cubren bajo el eufemismo de que “no son hostilidades”, estamos ante el mismo fenómeno: el derecho flexionado hasta el punto de quebrar, para que entre la fuerza.
Por Equipo El Despertar
La ** Declaración Balfour** fue una carta de una página; su legado es un régimen de décadas. Prometió, sin consultar a quienes vivían allí, un “hogar nacional” en Palestina. Londres puso la firma, el Mandato puso los fusiles y la “promesa” se volvió expropiación, limpieza y apartheid. Ciento ocho años después, en plena resaca de una guerra que ha segado decenas de miles de vidas palestinas, la Knesset avanza en su propia escritura: un proyecto para ejecutar a prisioneros palestinos. No es una anomalía; es la misma gramática de poder, escrita ahora en jerga penal.
Desde una perspectiva palestina y marxista, la llamada “ley de pena de muerte para terroristas” —impulsada por Itamar Ben-Gvir y bendecida por Benjamín Netanyahu— no es un recurso jurídico entre otros. Es una pieza de la maquinaria de dominación. Según informan el Movimiento de Resistencia Hamas y el Centro Palestino para la Defensa de los Prisioneros, su aprobación preliminar es un “crimen de guerra” y un paso más hacia la institucionalización de un estado de excepción permanente. Tienen razón: es una ley que personaliza la guerra y convierte el aparato judicial en instrumento de venganza, en el preciso sentido que Carl Schmitt dio a la soberanía: decidir sobre la vida y la muerte “en nombre” de una comunidad racializada contra otra.
Quienes coreografían esta reforma hablan de “disuasión”. Pero la disuasión solo funciona donde hay sujeto de derechos, no subhumanos. El problema es que, como denunciaron B’Tselem y Human Rights Watch en 2021, Israel gobierna a palestinos bajo un régimen de apartheid: un entramado de leyes, murallas, permisos, “zonas” y categorías que clasifican a seres humanos por su origen y otorgan o niegan movilidad, vivienda, trabajo, agua y jurisdicción. En ese sistema, la cárcel —y ahora la muerte— no son remedios a un delito; son tecnologías de gobierno. Fanon lo vio con claridad: el colonialismo es antes que nada “dispositivo espacial y policial”; sus teóricos la llaman “limpieza” y “seguridad”; sus víctimas la sienten como despojo y encierro.
Quienes aplauden la ley dicen que es para “quien mate israelíes por odio”. ¿Y quién define el “odio”? ¿El mismo aparato que eleva a ministros a colonos supremacistas? ¿El mismo Estado que desde el 7 de octubre ha practicado detenciones masivas, tortura, humillación sexual, y —según organizaciones palestinas— suma al menos 80 prisioneros muertos en custodia? Si el Ejecutivo etiqueta como “terror” cualquier forma de resistencia, y el Legislativo abre la puerta a la pena capital bajo términos elásticos, el “debido proceso” se convierte en un ritual vacío. Y si, como recordó Human Rights Watch la semana pasada, los ataques extraterritoriales en el Caribe y el Pacífico Oriental se cubren bajo el eufemismo de que “no son hostilidades”, estamos ante el mismo fenómeno: el derecho flexionado hasta el punto de quebrar, para que entre la fuerza.
Marx escribió que el Estado moderno es “el comité que administra los negocios comunes de la burguesía”. En la Palestina que nos dejó Balfour, ese comité administra además una economía del castigo. La ocupación es cara: hay que financiar muros, drones, brigadas, cárceles, contrainsurgencia; hay que sostener la ganancia de quienes venden las cámaras, el software, las armas “probadas” sobre nuestras ciudades. Cada “medida de seguridad” abre un mercado, y cada ley punitiva legitima a sus proveedores. No es casual que el Sur global haya importado tecnologías israelíes de control fronterizo y vigilancia policial: la necropolítica —como la llama Achille Mbembe— es un negocio.
Quienes nos dicen que la ley contra los prisioneros salvará vidas olvidan que Palestina ya es un presidio. Cientos de miles han pasado por las mazmorras de la ocupación; miles están en detención administrativa, sin cargos ni juicio. La pena de muerte no “agrega seguridad”; agrega crueldad. Y abre un abismo moral que engulle a todos: si el Estado puede matar, ¿qué frena su caída? Ayer fueron los sin nombre; mañana será cualquiera a quien se le cuelgue el rótulo adecuado.
La salida no es pedir “moderación”; es desmontar el andamiaje que hace plausible esta ley. Eso exige, como mínimo:
- Detener de inmediato cualquier tramitación de pena de muerte y derogar los regímenes que la habilitan. Ninguna “democracia” se construye sobre el verdugo.
- Levantamiento del estado de sitio estructural: fin de la ocupación, de los asentamientos, de los bloqueos y del régimen de permisos que convierte en delito existir.
- Embargo de armas a quien viola el Derecho Internacional Humanitario y deja que el Derecho Internacional de los Derechos Humanos se pudra al sol.
- Acceso internacional a cárceles y centros de detención, libertad para los detenidos sin cargos y exigencia de rendición de cuentas por tortura y muertes bajo custodia ante jurisdicciones independientes (CPI, jurisdicción universal).
- Horizonte político claro: autodeterminación efectiva, igualdad de derechos, y un proceso constituyente que no sea la coartada de una nueva administración del mismo apartheid con otro nombre.
A quienes miran esto con distancia les tocará una decisión: del lado del derecho a vivir o del lado de la gubernamentalidad de la muerte. No basta pronunciar “paz” en foros con aire acondicionado si se permiten horcas para unos y impuestos regresivos, fronteras militarizadas y cárceles llenas para otros. Balfour, Sykes-Picot, el Mandato, la Nakba, los muros, las guerras “quirúrgicas”, los bloqueos “inteligentes”, la “guerra contra el terror” y ahora la horca: no son episodios aislados, son capítulos de una misma historia de clase y colonia.
Rosa Luxemburg lo dijo en la Europa industrial; resuena hoy en el desierto de Naqab y en las celdas de Megiddo: socialismo o barbarie. En Palestina eso significa: o desmontamos el régimen que necesita prisioneros y leyes de muerte para sostener una economía de conquista, o seguiremos contando aniversarios de cartas imperiales mientras los verdugos afilan la cuerda. La memoria de nuestros mártires —en las cárceles, en los campamentos, en los escombros— no pide lamentos, sino organización y internacionalismo: puertos que no carguen bombas, parlamentos que no financien agresores, calles que no se callen. Porque ningún reloj legal detendrá por sí mismo una guerra que los poderosos insisten en llamar “no hostilidades”. Solo los pueblos pueden hacerlo.
Que el próximo aniversario de Balfour nos encuentre del otro lado de la historia: no implorando clemencia, sino reclamando justicia con la tranquilidad de quien ha recuperado su tierra y su voz.
