Mar. Dic 9th, 2025

Coronas desde adentro: cárceles, crimen y el negocio del miedo

Dic 9, 2025
Foto El Mercurio

Conviene decirlo sin eufemismos: las prisiones chilenas llevan años funcionando como plataformas logísticas de economías ilegales. Si el Estado —que, según los viejos manuales, debe ser el director de los negocios comunes de la clase dominante— se especializó en subcontratar la seguridad y comprar gadgets (inhibidores, cámaras, escáneres), el crimen se adaptó: compra custodia, pauta ingresos, administra pabellones. La frontera porosa entre ambos mundos no es un accidente; es una interfaz lubricada por comisiones y por la demanda inagotable de soluciones “tech” que, una y otra vez, fallan donde más deberían operar.

Por Equipo El Despertar

La entrega de coronas de flores dedicadas a dos oficiales a las puertas del CDP Santiago Sur reventó como síntoma de algo más hondo que una amenaza puntual. La Asociación Nacional de Oficiales Penitenciarios (ANOP) no solo repudió el amedrentamiento: aseguró que la acción se gestó desde adentro, con teléfonos que el sistema de inhibición no bloquea y una cadena de corrupción que abastece esos aparatos como mercancía de alto valor. Que una amenaza se organice desde un penal no es una anécdota; es la radiografía de un circuito donde crimen organizado y aparato estatal se tocan, por fallas, por cohechas, por negocio, y donde el resultado siempre es el mismo: más miedo para la sociedad, más riesgo para los funcionarios, y más presupuesto y contratos para la industria de la seguridad.

La respuesta oficial, anuncios de querellas, “activación de protocolos”, suena a libreto gastado, sobre todo cuando los propios oficiales denuncian que esos protocolos “no existen” como medios materiales y logísticos efectivos. En paralelo, la asociación acusa hacinamiento “histórico”, falta de personal y una reducción presupuestaria que, en su lectura, deja expuesta a la oficialidad y a sus familias. En ese caldo, la cárcel deja de ser un espacio bajo control público y se convierte en mercado: celulares, wifi clandestino, drogas, protección, favores. Y en ese mercado, cada “falla” técnica es renta y cada amenaza, señal de precio.

Conviene decirlo sin eufemismos: las prisiones chilenas llevan años funcionando como plataformas logísticas de economías ilegales. Si el Estado —que, según los viejos manuales, debe ser el director de los negocios comunes de la clase dominante— se especializó en subcontratar la seguridad y comprar gadgets (inhibidores, cámaras, escáneres), el crimen se adaptó: compra custodia, pauta ingresos, administra pabellones. La frontera porosa entre ambos mundos no es un accidente; es una interfaz lubricada por comisiones y por la demanda inagotable de soluciones “tech” que, una y otra vez, fallan donde más deberían operar.

El negocio del miedo cierra por todos lados. El amedrentamiento sube la temperatura pública, legitima nuevas compras y más contratos; los proveedores despliegan catálogos y los presupuestos de seguridad crecen sin que cambie la arquitectura que produce el problema. La oficialidad queda atrapada en el medio: sobreexpuesta, sin respaldo, con turnos interminables y objetivos contradictorios. Las familias privadas de libertad, que no son “el crimen”, pagan también: conviven con la economía del teléfono, la deuda, la violencia y la arbitrariedad. Y la ciudadanía mira un tablero donde la cárcel no reduce delito: lo organiza.

Salir de esta trampa exige algo más que “tolerancia cero”. Exige cortar la interfaz crimen–Estado allí donde se materializa: inventarios auditables de inhibidores, contratos con cláusulas de desempeño y sanciones reales, trazabilidad de todos los dispositivos (perdidos, hallados, destruidos), doble custodia y segregación de funciones en armerías y bodegas, inspecciones inopinadas por equipos externos con presencia ciudadana y protección a denunciantes. Y una medida simple: publicar trimestralmente un balance por recinto de ingresos frustrados, teléfonos incautados, procesos disciplinarios y acciones penales. La opacidad es el fertilizante del negocio.

Pero no basta con “más control”. Si las cárceles están hacinadas y sirviendo de centro de operaciones, hay que despresurizar con criterios: alternativas a la prisión para delitos no violentos, regímenes progresivos que separen a quienes pueden reinsertarse de quienes controlan economías delictivas, equipos de inteligencia penitenciaria con formación, dotación y supervisión independiente, y carreras para el personal con salarios, seguridad y salud mental. Nada de eso se improvisa con una conferencia.

La cooperación interagencial es otra deuda. No se puede perseguir extorsión desde cárceles si las compañías telefónicas no están obligadas por contrato y auditoría a sostener inhibición efectiva y a proveer datos verificables de fallas; si el Ministerio Público no tiene equipos especializados en investigación intercarcelaria; si el Ministerio de Justicia no asume que su tarea no es solo administrar cupos, sino gobernar prisiones.

El Gobierno tiene la oportunidad —y la obligación— de salir del PR de crisis: responder a los oficios, sentarse con quienes se juegan la vida en el día a día, rendir cuentas del presupuesto y rectificar. Y decir con claridad qué se va a hacer esta semana para que no entre un solo teléfono más: barridos, sellos, operativos con control civil, cambios contractuales. Lo contrario —más silencio, más frases— será leído, con razón, como abandono.

Las coronas de flores a oficiales no pueden normalizarse como parte del paisaje. Son el recordatorio de que tenemos cárceles–mercado donde el crimen explota las grietas del Estado y donde el Estado compra soluciones a quienes nunca se jugaron la piel en un módulo. La única manera de desactivar esta bomba de tiempo es cambiar la lógica: desmercantilizar la seguridad y democratizar el control. Mientras eso no ocurra, cada amenaza enviada “desde adentro” será una factura más en el negocio del miedo, pagada con la vida de gendarmes, con la tranquilidad de las familias y con la confianza de todos.

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