A pesar de las evidencias, ninguno de los responsables del saqueo dictatorial ha pasado un solo día en prisión efectiva. El Poder Judicial chileno —estructurado durante la dictadura y jamás democratizado— se ha encargado durante décadas de asegurar impunidad a los poderosos, tanto por crímenes de lesa humanidad como por delitos económicos.
Por equipo El Despertar
Nuevos antecedentes han reactivado el debate sobre el enriquecimiento injustificado del dictador Augusto Pinochet, quien amasó una fortuna de millones de dólares a través de cuentas secretas en el extranjero, empresas offshore, testaferros y uso fraudulento de recursos públicos durante su “gobierno”. Aunque el escándalo ya es conocido desde hace décadas —gracias al caso Riggs Bank—, el aparato judicial y político chileno sigue tratando el asunto como un problema ético de corrupción individual, y no como parte consustancial de la arquitectura del capitalismo chileno.
Pinochet no fue un ladrón incidental. Fue el arquitecto de un sistema de acumulación de clase violento, privatizador y entreguista, que sólo pudo imponerse mediante represión masiva, desapariciones y el terror de Estado. Robó, sí. Pero lo hizo como jefe de una clase en guerra contra el pueblo.
No se trata de cuentas suizas ni de propiedades personales. Se trata de que la dictadura militar fue una operación integral de acumulación capitalista, en la que la corrupción individual fue la expresión más vulgar y visible de una lógica de clase criminal.
Como explicó Marx en El Capital, la acumulación originaria en el capitalismo siempre se basa en despojo violento: “La llamada acumulación originaria es, en realidad, el proceso histórico de divorcio entre el productor y los medios de producción.” (Tomo I). En Chile, ese proceso fue ejecutado por el Ejército, con Pinochet como su figura central y beneficiario personal.
Privatizó empresas públicas, desmanteló el Estado obrero-social de la Unidad Popular y entregó sectores estratégicos al gran capital nacional y transnacional, todo bajo la retórica del “orden y libertad”. Mientras tanto, su familia creaba fundaciones, empresas fantasmas y cuentas en bancos de Miami, Suiza y el Caribe.
A pesar de las evidencias, ninguno de los responsables del saqueo dictatorial ha pasado un solo día en prisión efectiva. El Poder Judicial chileno —estructurado durante la dictadura y jamás democratizado— se ha encargado durante décadas de asegurar impunidad a los poderosos, tanto por crímenes de lesa humanidad como por delitos económicos.
¿Y por qué? Porque el saqueo de Pinochet benefició al bloque empresarial dominante, que desde entonces controla los pilares del modelo: previsión, salud, educación, recursos naturales, energía, banca. Pinochet no robó solo para sí: robó para instalar un orden económico basado en el despojo permanente del pueblo trabajador.
Hablar del “enriquecimiento ilícito de Pinochet” como un caso aislado es una forma de proteger a sus herederos: los empresarios que se beneficiaron con las privatizaciones, los militares que aún gozan de privilegios, los partidos que pactaron la transición sin tocar ni una coma del modelo, y los tecnócratas que administraron ese legado durante décadas.
Como diría Engels:
“Lo que en apariencia es corrupción personal, en realidad es la expresión de un sistema donde el poder político es, ante todo, el poder del dinero.” (Anti-Dühring)
Pinochet fue un dictador, un asesino y un ladrón. Pero más importante aún: fue el gerente de una nueva clase dominante chilena, que nació al calor del crimen, la represión y el saqueo del patrimonio público.
Su fortuna personal es sólo el símbolo más grosero del modelo que aún nos rige.
Por eso, las investigaciones sobre su “enriquecimiento injustificado” no bastan: lo que debe ser juzgado y desmontado es el orden económico, político y social que Pinochet impuso… y que los gobiernos posteriores conservaron intacto.