El Teniente no solo es la mina subterránea más grande del mundo, es también un símbolo de la riqueza nacional. Pero ese símbolo hoy sangra. Sangra por la muerte de Paulo Marín Tapia, trabajador de una empresa contratista, como miles que hacen funcionar las entrañas del cobre. Sangra por el silencio de los medios oficialistas que apenas titulan el hecho como un “accidente”. Sangra por la impunidad con que se administran faenas donde el trabajador es reemplazable, donde la productividad se celebra más que la prevención.
Por Editor El Despertar
La tragedia en la mina El Teniente no es un accidente. Es una consecuencia directa de un modelo productivo que, en nombre del crecimiento económico, sigue normalizando la precarización laboral, el extractivismo depredador y la negligencia estructural. Lo ocurrido el 31 de julio, con un trabajador muerto, cinco atrapados y al menos nueve heridos, no puede leerse solo como un “evento sísmico”, como lo ha querido presentar la administración de Codelco. Debemos ir más allá de las declaraciones formales y preguntarnos: ¿por qué seguían trabajando cientos de personas en una zona que ya presentaba alertas geotécnicas? ¿Por qué la seguridad sigue siendo una variable de ajuste en la minería chilena?
La respuesta es tan antigua como el capitalismo minero: porque los números de producción y la rentabilidad de los contratos pesan más que la vida de quienes ponen el cuerpo en las profundidades de la tierra. Porque la minería en Chile, incluso en su forma “estatal”, se ha subordinado a la lógica privada de maximizar la extracción al menor costo posible, externalizando servicios, precarizando condiciones y degradando la seguridad. Lo más trágico es que esta vez la historia no ocurrió en una mina de baja monta ni en un faena marginal, sino en el corazón de Codelco, la “empresa de todos los chilenos”.
El Teniente no solo es la mina subterránea más grande del mundo, es también un símbolo de la riqueza nacional. Pero ese símbolo hoy sangra. Sangra por la muerte de Paulo Marín Tapia, trabajador de una empresa contratista, como miles que hacen funcionar las entrañas del cobre. Sangra por el silencio de los medios oficialistas que apenas titulan el hecho como un “accidente”. Sangra por la impunidad con que se administran faenas donde el trabajador es reemplazable, donde la productividad se celebra más que la prevención.
Y no es la primera vez. Ya lo sabemos: desde la dictadura en adelante, se ha instalado un modelo minero basado en la subcontratación, en la flexibilización laboral, en la tercerización irresponsable de la seguridad. Un modelo que ha generado miles de millones en exportaciones, pero que sigue dejando zonas de sacrificio, desastres ambientales y ahora, vidas sepultadas.
Lo más grave es que, mientras los trabajadores bajan a mil metros de profundidad sin garantías mínimas, los ejecutivos de Codelco aseguran sus bonos y se blindan en oficinas ventiladas. Esta es la expresión más nítida del capitalismo extractivo: quien arriesga la vida no es quien toma las decisiones.
Desde esta tribuna, exigimos una investigación independiente, profunda y transparente. Exigimos que se fiscalice con rigurosidad a Codelco y sus contratistas, que se publiquen los informes previos de riesgo, y que se garantice reparación para las víctimas y sus familias. Pero sobre todo, exigimos que este país despierte del espejismo minero que normaliza que el cobre vale más que un ser humano.
Porque mientras no se cambie el modelo, el verdadero derrumbe será el del sentido ético de nuestra sociedad.