Mié. Ago 6th, 2025

Publicidad, propaganda y fascismo suave: señales ignoradas de una lobotomía colectiva

Ago 6, 2025

Los estudios lo confirman. Un alto porcentaje de la población no comprende lo que lee. Otro tanto no lee en absoluto, ni opera cognitivamente más allá de las rutas trazadas por el algoritmo. Se reduce la capacidad de abstracción, de crítica, de metáfora. El lenguaje, y con él el pensamiento, se encoge.

Por Jorge Coulon y Jaime Bravo

Como sociedad seguimos ignorando señales que deberían alarmarnos. Nos lamentamos, a veces con sorna, a veces con resignación, del cada vez más deplorable nivel de la publicidad. Advertimos, elección tras elección, el desolador descenso de la calidad del debate político. Vemos con vergüenza ajena el uso repetitivo de técnicas de propaganda adaptadas casi punto por punto a los once principios de Goebbels. Y, sin embargo, seguimos como si nada.

Nos sorprende, aunque ya no tanto, el negocio mafioso de la falsificación masiva de marcas comerciales supuestamente “exclusivas”, como si no viéramos allí también una parodia grotesca del fetichismo capitalista: el deseo de estatus convertido en piratería. Pero nadie parece leer en estos signos lo que son: señales de una crisis cultural profunda, estructural, de civilización. El resultado final de un proceso de lobotomía sistemática y colectiva.

Y atención: no es falta de inteligencia en quienes diseñan estas campañas. Por el contrario, los publicistas, comunicadores políticos y estrategas del consumo están cada vez más preparados, más técnicos, más eficaces. Lo que ocurre es más grave aún: su eficiencia se dirige a un público cada vez más alienado y cretinizado, como si el sistema, al tiempo que educa a sus emisores, atrofiara a sus receptores.

Los estudios lo confirman. Un alto porcentaje de la población no comprende lo que lee. Otro tanto no lee en absoluto, ni opera cognitivamente más allá de las rutas trazadas por el algoritmo. Se reduce la capacidad de abstracción, de crítica, de metáfora. El lenguaje, y con él el pensamiento, se encoge.

Deberíamos alarmarnos. Pero no lo hacemos.

Duele ver a grandes actores del teatro nacional, figuras que marcaron generaciones, haciendo hoy publicidad de un detergente o un snack. Duele ver a periodistas y conductores “respetados” de radio y televisión vender su credibilidad por treinta monedas publicitarias. No se trata aquí de una crítica moralizante: se trata de constatar que incluso los reservorios simbólicos de confianza y cultura han sido capturados por el mercado.

Y esto no ocurre solo en el plano del espectáculo o el consumo. Tiene una raíz estructural que une economía y política bajo una misma lógica de manipulación de la demanda.

En economía, se nos enseñó que existe una autonomía entre oferta y demanda: que las necesidades humanas genuinas orientan lo que debe producirse, y que el mercado responde a esa señal. Pero cuando la publicidad entra en juego, ya no hay tal autonomía. La oferta se infiltra en la mente de la demanda, fabrica deseos, moldea preferencias, determina conductas. Ya no se produce lo que la gente necesita: la gente desea lo que conviene producir.

Lo mismo ocurre en política. El ciudadano, lejos de construir su voluntad en base a programas, experiencias o proyectos colectivos, se ve bombardeado por imágenes, frases, miedos y deseos que lo inducen a preferir opciones prediseñadas. Lo que antes se llamaba “formación de opinión” ha sido reemplazado por inducción de conducta electoral. Se vacían de contenido las candidaturas: lo que importa no es el programa, sino la asociación simbólica que puede evocar un rostro, una música, un color. El mercado ha invadido también el espacio público.

Eran señales. Alarmas. Claves. Todas ellas advertencias de una decadencia que no es solo estética o ética, sino política. Una decadencia de la polis, de la palabra, del juicio y, por tanto, de la democracia. Todo esto, girando contra nuestra ya pobre salud mental.

¿Es ya demasiado tarde? El fascismo no se instala de un día para otro. No necesita botas ni uniformes al
comienzo. Llega como espectáculo, como consigna publicitaria, como banalización. Goebbels hizo su trabajo. Y nosotros, distraídos, le abrimos la puerta.

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