La división interna en el MAS no fue un accidente ni un mero error táctico: fue el resultado de la incapacidad de resolver diferencias con grandeza, anteponiendo el proyecto popular a las ambiciones personales o faccionales. En lugar de consolidar un frente amplio de izquierda capaz de enfrentar a las élites restauradoras, la fragmentación abrió la puerta para que la derecha, minoritaria en términos sociales pero cohesionada en términos políticos, avanzara con paso firme.
Por Daniel Jadue
La historia política de América Latina está plagada de derrotas que no provienen de la fortaleza de la derecha, sino de las fracturas internas de la izquierda y de la resignación de una parte de ella a actuar guiados por valores y principios propios de sus adversarios. Lo que hoy ocurre en Bolivia no es la excepción, sino la confirmación amarga de una regla que ya hemos visto repetirse desde Chile hasta Brasil, desde Nicaragua hasta la propia experiencia del MAS en los últimos años.
Las elecciones recientes han dejado un cuadro desolador: dos candidaturas de derecha y extrema derecha disputarán la segunda vuelta presidencial, mientras que el parlamento ha quedado absolutamente controlado por ese mismo sector político. Un verdadero terremoto político que amenaza con borrar de un plumazo dos décadas de conquistas sociales, avances en soberanía y transformaciones populares que Bolivia había conquistado con tanto esfuerzo bajo el liderazgo de Evo Morales y el MAS.

La división interna en el MAS no fue un accidente ni un mero error táctico: fue el resultado de la incapacidad de resolver diferencias con grandeza, anteponiendo el proyecto popular a las ambiciones personales o faccionales. En lugar de consolidar un frente amplio de izquierda capaz de enfrentar a las élites restauradoras, la fragmentación abrió la puerta para que la derecha, minoritaria en términos sociales pero cohesionada en términos políticos, avanzara con paso firme.
El pueblo boliviano, que había conocido en carne propia los beneficios de la nacionalización de los recursos naturales, de la redistribución de la riqueza, de la dignidad indígena reconocida como poder constituyente, hoy ve cómo sus representantes de izquierda, pero fuertemente permeados por valores neoliberales, se consumen en disputas que carecen de toda perspectiva histórica.
Lo que está en juego no es menor: la derecha boliviana no ha ocultado su programa. Vienen por el desmantelamiento de las empresas estatales estratégicas, por la reprivatización del litio y de los hidrocarburos, por el retorno a un modelo neoliberal que entrega el país al capital transnacional. Vienen por la criminalización de los movimientos indígenas y campesinos que se atrevieron a disputar el poder real. Vienen por el desmonte sistemático del Estado Plurinacional y el retorno a una Bolivia oligárquica, blanca y subordinada al imperialismo norteamericano.
El control absoluto del parlamento por parte de la derecha significa que podrán avanzar sin contrapesos en la demolición de los logros históricos del proceso de cambio. Lo que se proyecta en el horizonte es un ajuste brutal, acompañado de represión, racismo y el intento de borrar la memoria de los años en que el pueblo fue protagonista.
Lo ocurrido en Bolivia debe ser leído como una advertencia clara para las fuerzas de izquierda del continente: la división interna en momentos críticos no es un lujo inocuo, sino un suicidio colectivo. Mientras la izquierda se dispersa en facciones, la derecha se unifica en torno a su programa de restauración neoliberal. Mientras nosotros discutimos candidaturas, ellos planifican cómo volver a privatizarlo todo.
La crónica de este desastre estaba escrita con tinta gruesa: la arrogancia de algunos liderazgos, la incapacidad de abrir espacios de renovación política dentro del MAS, la falta de mecanismos de resolución democrática de las tensiones internas. Todo eso condujo a lo que hoy parece una derrota estratégica de enorme magnitud.
La historia enseña que ningún avance popular se regala: siempre se conquista y siempre se defiende. La derecha podrá tener el control formal del parlamento y de la presidencia, pero no puede borrar de raíz la conciencia política y la memoria de dignidad que los pueblos indígenas, campesinos y trabajadores bolivianos han construido en dos décadas de lucha.
La tarea inmediata será reorganizar la resistencia popular, reconstruir la unidad perdida, rearmar el tejido social que el neoliberalismo intentará destrozar. Será un tiempo duro, de repliegue y defensa, pero también puede ser una oportunidad para que la izquierda boliviana haga autocrítica, se renueve y recupere el horizonte estratégico que hoy parece difuminarse.
Lo que ocurre en Bolivia no es solo una derrota electoral: es una derrota política y estratégica que amenaza con revertir los avances más significativos de los últimos veinte años en el continente. Pero también es un espejo donde todas las izquierdas de América Latina deben mirarse. Porque lo que hoy se vive en La Paz puede repetirse en cualquier otro país si no entendemos que, ante el avance del fascismo y del neoliberalismo, la división de los pueblos no es una opción: es un crimen histórico.
