Entre mayo y julio de 2025, el empleo formal aumentó, la informalidad cayó y la jornada laboral se redujo en promedio a 37 horas semanales. ¿Se acabó el mundo? No. ¿Se desplomó el empleo? Tampoco. Al contrario, más de un millón de trabajadoras y trabajadores están hoy en mejores condiciones, con mayor protección y con más tiempo para vivir. El mito neoliberal se estrella contra la evidencia.
Por Daniel Jadue
Una vez más, la realidad se encarga de desmentir a los agoreros del neoliberalismo. Durante décadas nos repitieron como dogma que subir el salario mínimo o reducir la jornada laboral era un atentado contra la economía, que significaría la destrucción masiva de empleos, que dejaría a miles en la calle. Pues bien, el estudio del Observatorio de Economía del ICAL demuestra con datos lo que los pueblos ya intuían en su vida cotidiana: la justicia social no destruye trabajo, lo fortalece.
Entre mayo y julio de 2025, el empleo formal aumentó, la informalidad cayó y la jornada laboral se redujo en promedio a 37 horas semanales. ¿Se acabó el mundo? No. ¿Se desplomó el empleo? Tampoco. Al contrario, más de un millón de trabajadoras y trabajadores están hoy en mejores condiciones, con mayor protección y con más tiempo para vivir. El mito neoliberal se estrella contra la evidencia.
Pero este informe no solo ratifica que el salario mínimo y la reducción de jornada son políticas posibles y deseables, sino que desnuda los verdaderos desafíos que tenemos por delante. La brecha de género se amplió: mientras los hombres lograron integrarse con mayor facilidad al empleo formal, las mujeres, históricamente empujadas a la informalidad y al trabajo de cuidados no remunerado, enfrentan más barreras de acceso. Esa es la cara oculta de un mercado laboral estructuralmente desigual: si no se acompaña con un sistema nacional de cuidados y con políticas activas de equidad, la modernización puede reproducir injusticias.
También queda al descubierto la dualidad de nuestra economía: sectores dinámicos como comunicaciones, minería y manufactura crecen, mientras comercio, construcción y administración pública retroceden. Esto revela lo que la CEPAL llamó hace décadas la “heterogeneidad estructural”: convivimos con dos países en uno, uno moderno y exportador, y otro precarizado, intensivo en mano de obra barata. El desafío no es achicar derechos para los trabajadores de los sectores rezagados, sino llevar la modernización y la inversión pública a esos sectores, rompiendo el círculo de la desigualdad productiva.
El neoliberalismo nos dijo siempre que había que competir con salarios bajos, con jornadas largas y con precariedad. La evidencia nos muestra que es exactamente al revés: es fortaleciendo los ingresos de la clase trabajadora, reduciendo las horas de explotación y aumentando la formalización que se sostiene la demanda interna, se dinamiza la economía y se construye un país más justo.
La pregunta es entonces política: ¿seguiremos atrapados en el modelo que nos impuso la dictadura, que sacrifica derechos en nombre de la competitividad, o nos atreveremos a construir un modelo de desarrollo guiado por la demanda interna, por la redistribución y por el bienestar de las mayorías? La evidencia está sobre la mesa. Lo que falta es voluntad política y la convicción de que un Chile más digno no solo es posible, sino necesario.