Hoy, la amenaza de la ultraderecha vuelve a instalarse con fuerza en el escenario nacional, blanqueando la dictadura, relativizando las violaciones de derechos humanos y promoviendo un negacionismo que busca normalizar lo inaceptable. No se trata de un fenómeno aislado: responde a una estrategia global donde el autoritarismo, el racismo y el odio intentan recuperar terreno frente a la crisis del neoliberalismo.
Por Equipo El Despertar
Han pasado 52 años desde aquel 11 de septiembre de 1973, cuando los tanques y los fusiles silenciaron la democracia chilena a sangre y fuego. Medio siglo después, el país sigue discutiendo no solo cómo recordar ese quiebre brutal, sino cómo enfrentar las deudas abiertas en materia de verdad, justicia, reparación, memoria y garantías de no repetición.
Porque, aunque el paso del tiempo ha permitido construir relatos y levantar sitios de memoria, lo cierto es que en Chile todavía hay miles de familias que desconocen el paradero de sus seres queridos, procesos judiciales que avanzan a paso lento, y una impunidad que se perpetúa no solo en los tribunales, sino también en la vida política.
Hoy, la amenaza de la ultraderecha vuelve a instalarse con fuerza en el escenario nacional, blanqueando la dictadura, relativizando las violaciones de derechos humanos y promoviendo un negacionismo que busca normalizar lo inaceptable. No se trata de un fenómeno aislado: responde a una estrategia global donde el autoritarismo, el racismo y el odio intentan recuperar terreno frente a la crisis del neoliberalismo.
Pero aquí es donde la responsabilidad de los gobiernos progresistas de las últimas décadas se hace ineludible. En vez de desmantelar el modelo impuesto a sangre y fuego por la dictadura, eligieron administrarlo, maquillarlo, hacerlo “más humano”, pero sin tocar sus pilares: la Constitución del 80, el sistema de AFP, el mercado de la educación, la privatización del agua, la vivienda convertida en mercancía. Y en ese terreno fértil, la ultraderecha ha sabido cultivar su discurso de odio, presentándose como alternativa frente a un progresismo que no cumplió con las expectativas de transformación.
El compromiso de no repetición, tantas veces declamado, no se garantiza solo con actos conmemorativos o discursos solemnes: se garantiza democratizando de verdad la economía, desmontando los enclaves autoritarios, devolviendo derechos sociales y dignidad a las grandes mayorías. Mientras el modelo económico-social de la dictadura siga intacto, la democracia seguirá siendo débil, vulnerable y siempre amenazada.
A 52 años del golpe, el deber histórico no es solo recordar lo que ocurrió, sino actuar para que no vuelva a ocurrir. Y eso implica tener la valentía política de hacer lo que la dictadura prohibió y lo que la transición nunca se atrevió: transformar Chile desde sus cimientos, en clave de justicia social, soberanía popular y memoria viva.
La historia no se honra con flores ni con gestos simbólicos: se honra con verdad plena, justicia completa y un proyecto emancipador que impida que la sombra del fascismo vuelva a oscurecer nuestro país.