Desde un enfoque materialista, no hay neutralidad aquí. La deuda es un dispositivo de disciplina: condiciona presupuestos, define ritmos de ajuste y subordina la política económica a la jerarquía financiera global. Lenin lo formuló en su tiempo, el imperialismo como fase superior del capitalismo, y Samir Amin habló del “imperialismo colectivo” de la tríada (EE.UU.–UE–Japón) que usa crédito, sanciones y mercados para asegurar obediencia. Marx, sobre la deuda pública afirmaba que esta “se convierte en una de las más poderosas palancas de la acumulación primitiva” (El Capital, Obras Escogidas, Progreso, 1980). Ni ayer ni hoy es altruismo.
Por Equipo El Despertar
La primera gran trifulca en Washington por el “rescate” a Javier Milei dijo más que mil papers. Elizabeth Warren, Senadora Demócrata, acusó a Donald Trump de “regalar nuestro dinero a sus amigos corruptos” y de hacer pagar precios más altos a los estadounidenses, del café a la carne, para apadrinar a aliados como Bolsonaro y ahora Milei. Del otro lado, el secretario del Tesoro Scott Bessent la tildó de “izquierdista”, habló de “amigos peronistas” y ratificó que la administración republicana avanza con el préstamo. El intercambio no es un capricho de redes: revela cómo se usa la deuda como herramienta de poder y cómo se disputa el relato sobre quién se beneficia y quién paga.
Warren puso el dedo donde duele: el dinero público como sostén de regímenes amigos y de estrategias geopolíticas. “Ahora quiere que los contribuyentes estadounidenses rescaten a su amigo Milei en Argentina”, escribió, y remató: “Trump debería dejar de aumentar los precios para los estadounidenses y de regalar nuestro dinero a sus amigos corruptos”. Su marco es doméstico, bolsillo del votante y decencia fiscal, pero deja ver la estructura: Washington decide quién merece oxígeno financiero en el Sur según conveniencias políticas.
Bessent, por su parte, ensayó la defensa clásica: no es dinero de “los contribuyentes”, “perdieron los hedge funds” que atacaron activos argentinos y “ganaron los fondos de pensiones” de trabajadores. Además, reivindicó el préstamo como paso para “estabilizar económica y geopolíticamente” América Latina, y sugirió que la “economía de izquierda” de Biden (y la inacción bajo Obama) desperdició una “oportunidad histórica”. El mensaje entre líneas: el Tesoro hace política exterior con la chequera, y la chequera se justifica como salvataje de la “gente común”.
Desde un enfoque materialista, no hay neutralidad aquí. La deuda es un dispositivo de disciplina: condiciona presupuestos, define ritmos de ajuste y subordina la política económica a la jerarquía financiera global. Lenin lo formuló en su tiempo, el imperialismo como fase superior del capitalismo, y Samir Amin habló del “imperialismo colectivo” de la tríada (EE.UU.–UE–Japón) que usa crédito, sanciones y mercados para asegurar obediencia. Marx, sobre la deuda pública afirmaba que esta “se convierte en una de las más poderosas palancas de la acumulación primitiva” (El Capital, Obras Escogidas, Progreso, 1980). Ni ayer ni hoy es altruismo.
Para Argentina, un préstamo “de estabilización” raramente es gratis: implica metas fiscales, recortes, privatizaciones o desregulaciones que reordenan la distribución a favor de acreedores y grandes empresas. Cambian los eufemismos (“confianza”, “ancla”), pero la cuenta social se parece: salarios comprimidos, obra pública demorada, gasto social bajo lupa. La dialéctica “perdieron los hedge funds / ganaron los pension funds” suena bien en Washington; en Buenos Aires suele traducirse en ajuste.
La pelea Warren–Bessent, entonces, no enfrenta “intervencionistas” con “aislacionistas”, sino dos retóricas para un mismo mecanismo de poder: proyectar influencia con finanzas públicas y blindar un orden en el que Wall Street y la Casa Blanca coproducen política. Marx y Engels lo escribieron sin maquillaje: “El Estado moderno no es sino el comité que administra los negocios comunes de la burguesía” (Manifiesto Comunista, Obras Escogidas, Progreso, 1980). La discusión es quién sienta en la cabecera y cómo se vende la cena.
Para América Latina, el punto es otro: soberanía. No habrá “estabilidad geopolítica” si cada ciclo de crisis termina en más dependencia financiera. Ruy Mauro Marini lo explicó como superexplotación: el ajuste recaído en trabajo y consumo internos para sostener la camisa de fuerza externa. Vijay Prashad lo llama hoy “imperialismo de sanciones y deuda”. El resultado se repite: gobiernos maniatados y sociedades agotadas.
Conclusión incómoda: más allá de los tuits, el préstamo en discusión es una decisión política con condicionalidad social. Warren denunció el regalo; Bessent lo vistió de bien común. En el fondo, el debate define a quién se protege —banqueros, fondos, sistema— y quién paga —trabajadores aquí y allá—. Mariátegui dejó la consigna que vale para esta hora: “No queremos calcos ni copias, sino creación heroica”. Sin alternativas financieras propias, el precio lo seguirá poniendo Washington.