Kaiser representa una forma radicalizada del neoliberalismo autoritario que busca empatizar con la dignación creciente del electorado, para cumpir con el sueño del capital transnacoional: Supresión de impuestos corporativos, privatización total de pensiones y salud; desregulación ambiental; ataque a sindicatos; y un aparato represivo sin contrapesos.
Por Equipo El Despertar
En su declaración “No soy empleado de esas personas”, el candidato de extrema derecha Johannes Kaiser intenta construir una imagen de independencia frente al gran empresariado chileno. Una pose de outsider ilustrado que se niega a someterse a las exigencias de los grupos económicos que buscan “ordenar” la oferta electoral de la derecha.
Sin embargo, esa rebeldía es un simulacro cuidadosamente calculado, que no cuestiona en absoluto las bases estructurales del poder del capital, sino que opera como una maniobra discursiva para capturar descontento de sectores medios desencantados con la élite tradicional, mientras defiende exactamente el mismo modelo económico. Kaiser no es empleado del empresariado, pero sí es la forma que adopta su dominación cuando el traje de corbata DC ya no funciona.
La carta pública del empresariado chileno es un gesto inusual, pero revelador: cuando el capital habla directamente, es porque sus operadores políticos han perdido eficacia. Lo que temen los empresarios no es la radicalidad de la izquierda, hoy desmovilizada y sobre institucionalizada, sino la fragmentación del bloque burgués, expresado en tres candidaturas con proyectos reaccionarios distintos pero mutuamente destructivos: Kast, Matthei y Kaiser.
El capital, como clase, necesita gobernabilidad para sostener la extracción de plusvalía. Y si sus tres peones no se alinean, entonces los interpelan con una carta: Unifíquense o no hay plata. Es decir: no habrá financiamiento electoral sin obediencia de clase.
Kaiser representa una forma radicalizada del neoliberalismo autoritario que busca empatizar con la dignación creciente del electorado, para cumpir con el sueño del capital transnacoional: Supresión de impuestos corporativos, privatización total de pensiones y salud; desregulación ambiental; ataque a sindicatos; y un aparato represivo sin contrapesos.
Todo envuelto en un discurso individualista, antifeminista y anticomunista, con una estética de “libertad” que oculta la más cruda dictadura del mercado. No es casual que se presente como “libertario” mientras defiende el derecho de los ricos a no pagar impuestos y el de los empresarios a despedir sin indemnización.
La frase “no soy su empleado” puede sonar desafiante. Pero es, en esencia, una representación: una puesta en escena donde Kaiser interpreta el papel del rebelde burgués, del candidato sin correa, mientras sus propuestas consolidan los intereses del mismo gran capital que dice criticar.
De hecho, su candidatura es viable solo porque existe un ecosistema de medios, financiamiento, think tanks y redes sociales que lo han impulsado como “opción disruptiva”. Nada más funcional a la élite que un fascismo de mercado que les permita seguir acumulando, pero con palos y rezos.
El conflicto entre Kaiser y el empresariado no es de fondo, sino de forma. Es una pugna por el control del relato, no por el poder real. Porque nadie que se postule para gobernar el Estado burgués sin cuestionar la propiedad privada de los medios de producción es, ni será, una amenaza para la clase dominante. Kaiser podrá gritar que no es su empleado. Pero cuando hable de “libertad”, sabremos que está vendiendo el derecho del patrón a seguir esclavizando con legalidad.