El comando de Evelyn Matthei vuelve a tropezar con la misma piedra: cómo nombrar los 17 años de represión, asesinatos, tortura y saqueo neoliberal inaugurados el 11 de septiembre de 1973.
Mientras algunos dirigentes de Chile Vamos insisten en rebautizar ese periodo como “gobierno militar”, Juan García Ruminot lo dijo explícitamente, o evitan pronunciar la palabra prohibida, como Guillermo Ramírez, presidente de la UDI, el propio comité político de la campaña se vio obligado a zanjar la polémica. Luciano Cruz-Coke declaró: “El gobierno militar fue una dictadura. Eso yo quiero que lo tengamos claro”.
El gesto busca apagar un incendio que estalló por boca del propio jefe de campaña, Juan Sutil, quien sostuvo que no hubo dictadura porque Pinochet “no se perpetuó en el poder”. La frase es más que un desvarío semántico: revela la incomodidad de la élite empresarial frente a su propio pasado. Sutil, representante de los grandes grupos económicos que amasaron fortunas durante la dictadura, simplemente dijo lo que muchos piensan en silencio: para ellos, el régimen no fue una dictadura, fue una oportunidad histórica de acumulación.
El problema es que este negacionismo choca con el consenso histórico mínimo: hasta el Senado reconoció oficialmente que lo de 1973-1990 fue dictadura. Y, sin embargo, en la derecha la palabra sigue siendo motivo de titubeos, porque aceptar la dictadura implica reconocer que su proyecto económico y político nació del fusil y la tortura. Como advirtió Marx, “la violencia es la partera de toda sociedad vieja que lleva en sus entrañas otra nueva”. El neoliberalismo chileno no fue fruto del debate parlamentario, sino del exterminio de opositores.
La estrategia de Cruz-Coke fue pragmática: asumir que fue dictadura, “cerrar el tema” y llamar a hablar de empleo y delincuencia. Pero cerrar en falso es imposible. No es “un debate de hace 50 años”: es el origen mismo del orden social actual. Las AFP, la privatización del agua, el desmantelamiento de derechos laborales y la Constitución de 1980 son herencias directas de esa dictadura. Pedir que se deje atrás la discusión es exigirle al pueblo que acepte el saqueo como si fuera naturaleza.
Lo que ocurre en el comando de Matthei no es un simple problema comunicacional, es la contradicción estructural de una candidatura que quiere ser moderna pero se sostiene sobre las ruinas de la dictadura. No puede negar a Pinochet —porque sin Pinochet no habría neoliberalismo chileno—, pero tampoco puede defenderlo abiertamente, porque eso la condena electoralmente. La solución es la ambigüedad, el “sí, pero miremos al futuro”. Una farsa que desnuda la dependencia de la derecha respecto a su pasado criminal.
En definitiva, el “fue dictadura, pero no hablemos más del tema” es la fórmula con la que Matthei busca cerrar filas. El problema es que el pueblo, especialmente quienes cargan con las heridas de esos años, no olvida. Y la historia, como enseñó Walter Benjamin, no es una cadena de hechos superados, sino un campo de lucha vivo: cada vez que los poderosos piden “dar vuelta la página”, es porque quieren seguir escribiendo la misma historia con sangre ajena.