Matthei promete acudir a Contraloría e incluso a tribunales por eventuales malversaciones y habla de “cheques sin fondos” en subsidios habitacionales. Si hay fraude, que se persiga. Pero mezclar errores de gestión, tomas de razón lentas y pasivos devengados con la insinuación de un default moral prepara el terreno para el ajuste. Gramsci lo habría descrito sin rodeos: cuando la hegemonía flaquea, aparece el moralismo del orden para legitimar la coerción presupuestaria.
Por Equipo El Despertar
La candidata de Chile Vamos y Demócratas, Evelyn Matthei, anunció que condicionará la tramitación de la Ley de Presupuestos 2026 a una “transparencia total” de las deudas del Estado. Asegura que el Gobierno estaría “chuteando pagos” para el próximo período y que servicios públicos estarían impidiendo facturar a proveedores para esquivar la ley de 30 días. “No se va a tramitar ninguna Ley de Presupuesto este año si no se transparentan totalmente estas situaciones”, remató, mencionando Vivienda, Obras Públicas y Salud como ministerios con deudas “bajo la línea”.
Que se auditen deudas y se proteja a pymes contratistas es de sentido común. El problema es el método: condicionar el Presupuesto, la ley que mantiene funcionando al Estado, es chantaje fiscal con aroma de campaña. La jugada fabrica desde ya la narrativa de la “herencia maldita”: un supuesto agujero oculto que, mañana, justificará tijera sobre inversión social. Marx y Engels lo diagnosticaron con precisión: “El Estado moderno no es sino el comité que administra los negocios comunes de la burguesía”. Cuando el comité cambia de manos, necesita un pretexto para ajustar.
Hay un aspecto técnico que vale explicar sin humo. Si un servicio demora la autorización de la factura, el pago “a 30 días” se vuelve letra muerta: se estira la cola de cuentas por pagar y se agranda la deuda flotante. Eso es reprochable y debe corregirse con contraloría y sanciones. Pero bloquear el Presupuesto por completo castiga dos veces a los mismos: proveedores pequeños que no cobran y usuarios que no reciben obras ni servicios. Es la receta perfecta para una recesión administrativa presentada como “responsabilidad”.
El discurso victimiza a subcontratistas, correcto, pero apunta la mira donde conviene: Vivienda, MOP y Salud, es decir, gasto social e inversión pública. Nada se dice de las obligaciones con grandes concesionarias, bancos o pagos garantizados por contratos que amarran al fisco por años. Samir Amin lo advirtió hace décadas: la austeridad funciona como dispositivo de transferencia desde lo público y el trabajo hacia el capital; primero se “transparenta” el déficit, luego se sacan las cuentas y la tijera cae abajo.
Matthei promete acudir a Contraloría e incluso a tribunales por eventuales malversaciones y habla de “cheques sin fondos” en subsidios habitacionales. Si hay fraude, que se persiga. Pero mezclar errores de gestión, tomas de razón lentas y pasivos devengados con la insinuación de un default moral prepara el terreno para el ajuste. Gramsci lo habría descrito sin rodeos: cuando la hegemonía flaquea, aparece el moralismo del orden para legitimar la coerción presupuestaria.
La candidata agrega otro ingrediente: “cien mil funcionarios públicos más” y un país “cada vez más bananero”. La caricatura es útil a su relato, pero omite la deuda social que el Estado arrastra en barrios, hospitales y escuelas. Si hay más dotación, ¿es grasa o es capacidad instalada para derechos? Angela Davis ofrece una brújula aplicable: las soluciones punitivas (también en fiscalidad) no resuelven problemas estructurales; solo desaparecen personas y políticas detrás de cifras.
Si lo que se busca es proteger a proveedores y sincerar cuentas, la salida no es el bloqueo, sino un inventario público de: (a) deuda con proveedores por servicio y antigüedad; (b) subsidios devengados y no pagados; (c) pasivos contingentes por contratos; (d) un plan de caja con prioridad a pymes y multas por retardo en autorizar facturas. Y de cara al 2026, definir cómo se financiará lo que se promete: más recaudación progresiva arriba o tijera abajo. Rosa Luxemburg lo puso en binario: reforma o barbarie; en presupuesto se traduce en derechos financiados o gerencialismo con recortes.
Al final, la disputa no es “transparencia sí o no”, sino para quién se usa. Si la “deuda bajo la línea” se convierte en coartada para una motosierra selectiva, los que pagarán serán los mismos que hoy no pueden facturar. Transparencia es auditar y pagar lo que se debe; austeridad es otra cosa. Lo demás es campaña.