Que el escándalo estalle en plena campaña electoral es más que una coincidencia: es la expresión de una crisis de legitimidad. El gobierno, que ya perdió base social más allá del núcleo ultraderechista, ahora enfrenta la descomposición interna propia de cualquier experimento neoliberal avanzado. La historia argentina no es nueva en esto: ajuste + corrupción = rebelión. Y si el pueblo todavía guarda memoria histórica, sabrá que la única salida no es otro tecnócrata, sino la organización desde abajo y por izquierda.
Por Equipo El Despertar
El gobierno de Javier Milei enfrenta un cóctel explosivo: recesión, inflación y ahora un escándalo de corrupción que lo golpea directamente en su discurso de “casta moralizante”. Mientras el pueblo sufre las consecuencias brutales del ajuste dictado por el FMI, despidos masivos, tarifazos, caída del salario real y un aumento dramático de la pobreza, emergen casos de malversación de fondos y negocios turbios al interior del propio gabinete. El contraste es tan grotesco como previsible: el gobierno de los “anticasta” resultó ser otra casta, solo que más fanática y más impune.
El relato oficialista, construido a punta de gritos, citas de Hayek y arrebatos místicos, empieza a resquebrajarse. Porque por más que Milei y su troupe repitan que el ajuste es “moral”, la realidad material no se deja domesticar por el relato. Los trabajadores enfrentan condiciones de vida cada vez más precarias, mientras los empresarios amigos del poder se benefician de licitaciones truchas y desregulación selectiva. Marx ya lo advirtió: “El Estado moderno no es más que un comité que administra los negocios comunes de toda la clase burguesa” (Manifiesto del Partido Comunista). Y en Argentina, ese comité hoy lleva peluca, grita “¡viva la libertad!” y reparte contratos entre los mismos de siempre.
El supuesto “nuevo modelo” de Milei no es más que la versión recalentada del neoliberalismo de los 90, pero con menos corbatas y más show. Detrás de las provocaciones y el histrionismo, se esconde el mismo proyecto de siempre: transferir riqueza desde las mayorías hacia una minoría concentrada. El ajuste fiscal no es técnico ni necesario: es una herramienta política para disciplinar al pueblo trabajador y liberar al capital de cualquier traba. Mientras tanto, los casos de corrupción muestran que ni siquiera cumplen su propio evangelio moral: la “libertad” es solo para robar más rápido y sin intermediarios.
Que el escándalo estalle en plena campaña electoral es más que una coincidencia: es la expresión de una crisis de legitimidad. El gobierno, que ya perdió base social más allá del núcleo ultraderechista, ahora enfrenta la descomposición interna propia de cualquier experimento neoliberal avanzado. La historia argentina no es nueva en esto: ajuste + corrupción = rebelión. Y si el pueblo todavía guarda memoria histórica, sabrá que la única salida no es otro tecnócrata, sino la organización desde abajo y por izquierda.
Milei y compañía apostaron todo a un modelo económico antisocial y a una retórica fascistoide que prometía eficiencia moral. Pero ni lo uno ni lo otro se sostiene. El mercado no reemplaza al Estado, lo devora. Y la “moral del emprendedor” no resiste ni una auditoría básica. Lo que queda, entonces, es el vacío: un gobierno sin rumbo, sin ética y, si el pueblo lo decide, pronto sin poder.